El primero que me habló de santo Domingo de Guzmán con un poco de detenimiento fue el padre Ignacio, y me dijo que Domingo era “un Poulidor”. Para los que no conozcan la historia del Tour, se trata de un ciclista que atesoró muchos segundos puestos… y ningún primero. Se refería el padre Ignacio a que santo Domingo fue un jugador de equipo y un perfecto gregario, un papel necesario para el ciclismo. Bien es cierto que si me hubiera tocado a mí poner el ejemplo, quizá habría elegido al Chente, que es un poco más contemporáneo.

De hecho, de no haber fallecido el obispo de Burgo de Osma, Diego de Acebes, posiblemente estaríamos hablando de otro nombre para los dominicos. Ni siquiera santo Domingo es el más famoso entre los dominicos, poco después llegó santo Tomás de Aquino y claro, le dio por escribir la Suma Teológica y ya sabemos lo que vino después. Incluso, en ciertos lugares del mundo, algunos santos dominicos tienen infinitamente mayor devoción que el fundador. Imposible pasar por Valencia sin oír de san Vicente Ferrer, o por Perú sin escuchar a san Martín de Porres. Y podríamos continuar largamente la lista de dominicos y dominicas, como Catalina de Siena, Rosa de Lima, y otros que sin ser elevados a los altares han marcado no solo el devenir de la Orden, sino de la historia: pensemos en la Escuela de Salamanca.

Hasta siendo el líder, santo Domingo fue un segundón, pero como los segundones son imprescindibles para que las cosas funcionen. Cuando recibió la noticia de que Diego de Acebes había muerto, asumió con total naturalidad su labor de ponerse al frente de aquello que nacía. De igual manera, vivió con normalidad su fe desde niño y no encontramos en él grandes episodios de conversión, como si lo hacemos en otros gigantes del cristianismo, véase san Agustín, por ejemplo.

Y en su día a día, en su hacer normal cosas que podrían haber sido hechas con grandes dosis de épica, está una de las cosas más maravillosas de Domingo de Guzmán. Hasta la fiesta que hemos celebrado esta semana, la traslación, es una prueba de ello. Los frailes, descuidados, habían dejado un tanto abandonada la tumba de su fundador y fue el miso papa quien tuvo que tirarles de las orejas para que llevaran sus restos a un lugar más digno.

Si santo Domingo hubiera sido ciclista, Induráin habría ganado un par de Tours de más. Seguro.

Asier Solana