La juventud no es tiempo para nadar y guardar la ropa, no es momento para calcular, medir, ni reducir esfuerzos, no es para pensar qué será del mañana, sino para volcarse por completo en el hoy… y en un hoy grande, hermoso, generoso, heroico, inmenso…

Dice Natalia Ginzburg en su “Pequeñas Virtudes” (Acantilado 2018): “Por lo que respecta a la educación de los hijos, creo que no hay que enseñarles las pequeñas virtudes sino las grandes. No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo del éxito, sino el deseo de ser y de saber. Sin embargo, casi siempre hacemos lo contrario. Nos apresuramos a enseñarles el respeto a las pequeñas virtudes, fundando en ellas todo nuestro sistema educativo. De esta manera elegimos el camino más cómodo, porque las pequeñas virtudes no encierran ningún peligro material, es más, nos protegen de los golpes de la suerte.”

Ahí se cifra la clave de la vitalidad y la juventud, en pensar, sentir, soñar y vivir… a lo grande. Y ahí nos jugamos también la construcción del mundo de hoy y de mañana. Si no somos capaces de saltar por encima de la pequeñez de lo que nos rodea, el mundo que vivamos hoy y mañana será pequeño y sin sentido.