Ya se ve el inicio del verano, y con ello el fin del curso escolar. Dejadme que, esta vez, hable desde la osadía de la experiencia inexperienciada del que apenas lleva medio año en las aulas, cuando hay quienes desde hace décadas comparten sus días con los futuros adultos. También, desde el entusiasmo por el privilegio que ha supuesto entrar a los institutos, y desde el respeto de pisar tierra sagrada: la de cada uno de los alumnos.

Ellos han tenido la desgracia de tenerme este año como profesor. No es que haya sido desastroso (eso creo), pero sí que ha sido mi primera vez, y seguramente haya cometido muchos errores que dentro de unos años no cometeré. Así que, lo primero, una disculpa a todos ellos.

Lo segundo, un inmenso agradecimiento. En primer lugar a los alumnos, sobre todo a los que han tenido que vivir a medias entre sus casas y el centro educativo porque no cabíamos todos a la vez. Porque seguir seis o siete horas de clase por videollamada es duro, y más aún si hay que hacerlo desde un móvil porque en la casa no hay suficientes ordenadores (o directamente, no hay ninguno). Y porque, en pleno invierno, aguantaron estoicamente el frío sin apenas quejas. En segundo lugar, a los profesores que ya estaban desde antes de la pandemia. Hemos sido muchos los que nos hemos incorporado este curso a las clases, pero la mayoría ya estaban ahí cuando, en marzo de 2020, tocó cofinarse. Especialmente, mi reconocimiento a los profesores menos tecnológicos y que más han tenido que adaptarse a esta nueva situación.

Y, por supuesto, en tercer lugar (que no menos importante), agradecer el esfuerzo a las señoras de la limpieza, todas las que he visto mujeres, que nada más se abandonaba un aula ahí estaban para desinfectar y dejarla preparada. Y a los conserjes, y a las enfermeras escolares… a todos los que han hecho que funcionen colegios e institutos.

En septiembre no volveremos a la normalidad, aunque las aulas vuelvan a ser de treinta y en algún momento del curso desaparezca la mascarilla. Nos queda ver si salimos mejores o peores, y si somos capaces de transformar en oportunidades los golpes que este tiempo nos deja en cuerpo y corazón. Creo que va a ser más necesario que nunca mirar al otro y quejarse menos de las heridas propias, que aquí cada uno lleva su cruz. Puede, incluso, que en esa invitación evangélica esté el secreto de eso que ahora se llama resiliencia y que tanto vamos a necesitar.

Aún podemos salir mejores.

Asier Solana