Me ha tocado al fin vacunarme esta semana y uno, que sigue vinculado a su ciudad de origen, lo ha hecho en Córdoba.

Aproveché además – las circunstancias empujaban porque tocó vacuna cerca-para visitar el que fue mi colegio desde los seis añitos, el de los Hermanos Maristas: el Colegio Cervantes de Córdoba.

No diría que la emoción dominante fuera la nostalgia aunque hubiera algo de ella, fue más bien, un sentimiento de emoción al regresar a un sitio donde me hice. Me saltó el corazón en el pecho al cruzar las puertas de mi colegio. Se me llenaron los pulmones de memoria, de emoción, de sentimiento.

Los colegios son un segundo hogar cuando somos niños. Por momentos pasamos casi más tiempo allí que en nuestras propias casas. Son el lugar donde uno crece y donde se descubre. Donde te ayudan a descubrirse podría decirse. Mis amigos -esos que se cuentan con los dedos de la mano- son los amigos que allí hice y con los que he hecho vida. Allí comencé a ser quien soy. Allí comencé a pensar, a soñar, a rezar, a mirar.

Reencontrarme con profesores – don Antonio, Miriam, Susana, Javier, el hermano Carlos- me llevó a recordar a los que fueron parte de aquellos años -don Rafael Pérez de La Lastra, don Manuel Llamas, el Hermano Ignacio, don Antonio Higueras, Manolo y Rafa Porras, Maria Eugenia, don Pedro, el Hermano Juanjo, el Hermano Serafín… y tantos y tantos otros…- y por supuesto a los compañeros de clase y pupitre de más de 10 años.

 Allí aprendí claves básicas para todo lo que he sido. Allí me abrieron al mundo.

Volver a cruzar pasillos, patios, campos de deporte, ver los cambios tras casi 20 años sin pasar por el colegio, no deja de ser un ejercicio fascinante, un recordar -ya saben, volver a pasar por el corazón, re-cor/cordis– que te sitúa en quién eras hace 25 años y quién eres ahora. Ese ejercicio de pensar qué queda de aquel chaval delgaducho que jugaba a baloncesto y que soñaba con tantas cosas.

Un cuarto de siglo después -quién lo diría…- no me descubro demasiado lejos de aquél que fuí. No soy aquel niño, está claro, pero ese niño está en mí. Uno deja de ser quien es si pierde al niño que fue.

Quiero creer que somos conscientes de cuánto de riqueza nos regalan todos aquellos que nos acompañan a crecer cuando somos niños. Ciertamente a veces tienen que pasar 20 años -a ciertas alturas de la vida de todo hace ya 20 años…- para hacernos conscientes, pero regresar a donde fuimos, a donde nos ayudaron a ser, debería ser un ejercicio de agradecimiento.

Gracias pues a todos vosotros. A quienes pusisteis esos cimientos para ser quien somos hoy.

Vicente Niño Orti, OP- @vicenior