Recientemente vi en Facebook las imágenes de una solemne celebración de la eucaristía en una iglesia romana. Presidida por un cardenal, todo era muy solemne. Monaguillos, acólitos, diáconos, presbíteros. Mucho clérigo joven con roquete de exquisitas puntillas, perfectamente almidonadas sobre el alba del hábito, las manos juntas, a la altura exacta y precisa. Los diáconos con ricas dalmáticas bordadas en oro; el cardenal que presidía con una casulla de guitarra, también bordada con fino oro. Todo ello en un marco reluciente, aderezado con olorosos y abundantes inciensos. El presbiterio flanqueado por sendos policías y en la segunda o tercera fila, donde se supone estaría el pueblo fiel, una mujer, intuyo que oficial de la policía con su uniforme de gala.

Una de las fotos nos muestra de pronto algo de lo que no me había dado cuenta: todos los varones (era el momento de la consagración), el cardenal que presidía con la sagrada hostia en alto, los demás presbíteros, diáconos, maestro de ceremonias, acólitos, etc., de espaldas frente al altar adosado, celebrando la eucaristía de espaldas al pueblo.

He de confesar que me quedé un tanto perplejo. ¿Sorpresa? No lo sé. Estás cosas ya no deberían sorprender. Mas bien me quedé con un sentimiento de tristeza, de estar fuera de juego, de no pertenencia. ¿Qué estaba pasando ahí? ¿Qué mensaje se transmitía o quería transmitir? ¿Y a quiénes? Me parecía estar viendo algo totalmente fuera de la realidad, de la vida real, de la gente real, de espaldas al pueblo de Dios.

Cuando recuerdo lo vivido en España y en la Iglesia española durante la transición, y en las décadas de los 80, incluso de los 90. Cuando pienso en la formación que recibimos los jóvenes frailes entonces de nuestros formadores y de las comunidades de formación de San Gregorio (Valladolid) y Sotomayor (Salamanca), me pregunto si todo fue un simulacro, si mereció la pena tanto navegar para llegar a este puerto. Claro que son otros tiempos, claro que la sociedad ha cambiado, claro que… Pero no reconozco está actitud de huida, de refugiarse en tan dudosas seguridades; entonces se hablaba de una Iglesia capaz de vivir en la intemperie, de una liturgia con y para pueblo, de un lenguaje entendible, de unos signos realmente significativos.

Lo que reflejaban las imágenes de esa iglesia romana ¿de qué Iglesia nos hablan?, ¿qué tipo de vida consagrada propugnan?, ¿a quién sirven? De verdad que no reconozco en ellas una Iglesia ‘hospital de campaña’, una ‘Iglesia en salida’, y una Iglesia Pueblo de Dios.

Ricardo Aguadé