No deja de ser una paradoja la actitud de la Iglesia con el colectivo LGTBI y, por cierto, también con las mujeres. Porque ¿qué sería de la Iglesia (de tantísimas parroquias, comunidades cristianas, instituciones eclesiales de todo tipo e, incluso, del sacerdocio y la vida religiosa) si, de pronto, y en coherencia con la actitud tan infame que la institución eclesial ha mantenido y mantiene hacia ellas/os, lo abandonasen todo (nuestras parroquias, comunidades cristianas, instituciones eclesiales de todo tipo e, incluso, el sacerdocio y la vida religiosa)? Si soy sincero, me sorprende (¡pero también me da esperanza!) que tantas/os aún no lo hayan hecho.

Las últimas declaraciones del Vaticano (su máxima es: ¡la Iglesia somos nosotros!) afirmando que no se puede bendecir el amor entre dos personas del mismo sexo, “pues tales elementos se encuentran al servicio de una unión no ordenada al designio de Dios”, rezuman homofobia, falta de respeto a los derechos humanos, un patriarcalismo machista, rancio y trasnochado, y lo más importante, una ausencia total de Evangelio, de la Buena Noticia de Jesucristo y del Dios Padre de todos. Eso sí, se bendicen coches, animales, casas, medallas, estampas, incluso dictadores, pero no se puede bendecir el amor de dos personas del mismo sexo.

He confesar, ¡y confieso!, que me siento indignado y profundamente avergonzado. Y quiero pedir perdón, por la parte que me toca como miembro de la Iglesia pueblo de Dios y como perteneciente al estamento clerical-jerárquico, por el dolor que estamos causando a tantos hermanos y hermanas nuestros. Pido perdón por el escándalo y la desafección que estas y otras muchas declaraciones y actitudes provocan en tantas personas, dentro y fuera de la Iglesia. Pido perdón por la falta de fe, de esperanza y de caridad que transmiten.

Bendecir y no maldecir: ese es el encargo que Jesucristo ha dejado a sus discípulos. En vez de una Iglesia bálsamo para los heridos y sus heridas, en vez de una Iglesia ‘hospital de campaña’, en vez de una Iglesia madre compasiva, aparece una vez más el rostro más frío, machista, patriarcal, inmisericorde, de una Iglesia que más bien se parece al templo del que Jesús expulsó a los mercaderes y cambistas.

No es de extrañar (los que estamos a diario en contacto con jóvenes bien lo sabemos) que cada vez sean más los jóvenes (y también los adultos) que se sienten infinitamente lejos (¡expulsados!) y ajenos a todo lo que tiene que ver con la Iglesia, aunque puedan llegar a atraerles y seducirles un tal Jesús de Nazaret, el Cristo, y su proyecto de fraternidad y justicia, el Reino de Dios.

Ricardo Aguadé