La noticia saltaba estos días: «La bendición de las uniones homosexuales no puede ser considerada lícita». Sinceramente no me ha extrañado, no me ha sorprendido y no me ha causado mucha impresión. Y esto es así, pues porque es más de lo mismo. Ahora bien, y seguro que estaré equivocado, pero no querer bendecir a dos personas que se aman, es decir no al amor.

A lo largo de la historia se ha hablado mucho sobre la cuestión homosexual y cómo la reflexión cristiana se ha posicionado ante ella. No es cuestión de entrar en dichos discursos en este simple comentario pero, me da la impresión, de que no se quiere afrontar este tema en nuestros días de forma seria.

¿Por qué esta postura tan rígida en este asunto? ¿Por qué negamos, no ya un sacramento, sino una oración que bien-diga de aquellos, y a aquelllos que se aman de forma sincera? ¿Cuántas parejas homosexuales cuidan con mimo y dignidad nuestros templos, imágenes, liturgias y demás cuestiones eclesiales parroquiales, arciprestales y diocesanas? ¿Por qué sí sirven para «sacarnos las castañas del fuego» -sobre todo en la cercana Semana Santa- pero para decirles que Dios bendice su amor no sirven? ¿Será que Dios ya no es el único autor del amor, o ha dejado de ser -Dios- el Amor mismo?

Trabajar con gente joven -como es mi caso- hace que se aprendan muchas cosas y hay una que es fundamental, me explico. Las nuevas generaciones van a luchar, y de qué forma, por su identidad, por sus sentimientos, por su amor; y quienes no lo acepten así, quienes no los bien-digan no van a ser vistos desde el rencor, el odio o el resentimiento como quizá ocurría en épocas
pasadas.

Hoy día pasarán al ámbito de la indiferencia. Y la indiferencia, lo sabemos muy bien, es experta en sepultar en el desafecto.

Fr. Ángel Fariña, OP