En diciembre 2018 el teatro María Guerrero en Madrid presentó el Calígula de Albert Camus. El cartel que diseñó Javier Jaén para la ocasión se me quedó grabado: sobre un fondo blanco, sin más adorno, la imagen de un corazón humano esculpido en piedra. Expresaba así de fácil todo el fundamento de la obra; la pendiente por la que se desliza el joven emperador en su búsqueda egoísta de la felicidad que le endurece el corazón y lo convierte en un tirano. Su historia triste es la tragedia del ególatra desgraciado, el arquetipo del hombre que vive replegado en sí mismo, esclavizado por el anhelo insaciable de su propia libertad irrestricta, donde el otro deja de existir más que como recurso, como un medio para satisfacer los propios deseos y del que se puede abusar. Una libertad que no se deja molestar por las compasiones.

Calígula: ¿Quién te dijo que no soy feliz?

Cesonia: La dicha es generosa. No vive de destrucciones.

Calígula: Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz. Hace tiempo creía alcanzar el límite del dolor. Pues bien, no, todavía es posible ir más lejos. En el confín de esta comarca hay una felicidad estéril y magnífica. Mírame.

Lo volví a leer después junto con El malentendido, editado en muchas ocasiones de forma conjunta, y encontré también en esta obra un sentido similar; las protagonistas, para no sufrir y ser por fin libres, sin condicionantes o límites externos, se esfuerzan en mantenerse invulnerables, en no dejarse perturbar por la empatía o que los sentimientos de conmiseración les distraigan de sus propios planes.  

Desde entonces la imagen de este corazón de Calígula en el cartel me viene a menudo a la mente cuando en los laudes se lee a Ezequiel, os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne, y me hace pensar en mi propio corazón de piedra, tan guardado y ofuscado en sus propias cosas, amurallado, como diría Tagore, que muchas ocasiones es incapaz de entender o notar a nadie más.

Quizás es ahora el tiempo mejor para pensar en esto, el tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad, nos dice el papa Francisco. Se presenta la cuaresma como un buen momento para revisar la dureza de nuestros corazones de Calígulas, para salir del arresto domiciliario del individualismo y mirar un poco por encima de las gafas exclusivas de mirarnos a nosotros mismos para encontrar, oh, sorpresa, la existencia del otro y a Dios en él. Es un buen momento de pedirle a Dios un corazón como el suyo, delicado, que tiembla (Os 11,8), que es el de Jesús, atento, cuidadoso, que se conmueve y se deja tocar, vulnerable hasta el extremo de dejarse traspasar. La ocasión de pedir que el Espíritu suyo nos caliente y ablande el corazón, que nos lo haga de carne, בָּשׂןמפָר, bâsâr, y que en este sentido hebraico no significa débil sino sensible, observante, capaz de comprender y mirar más allá.

Ojalá seamos llevados de la mano esta cuaresma y nos enternezca el corazón, para que podemos llegar así a la libertad de la Pascua, que no es, ni mucho menos, la libertad letal de Calígula, sino la de la vida completa, eterna, la que explica san Pablo a los Gálatas;  para que seamos libres no ha liberado Cristo.

David, voluntario de Selvas Amazónicas