El Domingo cerrábamos el ciclo de Navidad con el Bautismo de Jesús. Entre los ruidos del mundo, la celebración de las vacunas, el brexit, filomena y otras nieves, las variantes del covid, etc., a los cristianos no debería de pasarnos inadvertido el ciclo litúrgico, porque en definitiva es en la liturgia donde se convocan los días y las horas de otro modo, en un kairos de vida restaurada, más allá del desgaste inevitable de los acontecimientos que nos trastornan, del tiempo (cronos) que nos devora y corroe la esperanza.

Después de las fiestas de la inocencia con la natividad, – entre la Epifanía (día de Reyes) y el Bautismo- el gran anuncio, la buena nueva que comenzó en Belén bajo la mirada absorta de los pastores, empieza a cobrar vigor. Ya no son los relatos de infancia, pues no se trata de una novelita ni de un teatro infantil, ayer con el Bautismo entrábamos de lleno en la vida adulta de Jesús. El gran misterio de la encarnación se despliega en toda su altura y profundidad: “Este es mi Hijo, en quien me complazco, escuchadlo” Mc 9, 1-11. El Bautismo inaugura así el inicio de la vida pública de Jesús y de la andadura del Reino.

En muchas grandes tradiciones religiosas hay algún rito de iniciación, y la inmersión en el abismo de las aguas, para ser purificado o renacer a la vida, es frecuente. Jesús entra en nuestra carne, en nuestra historia, y también de algún modo en la lógica de nuestros relatos, con una pedagogía que nos ayuda a asumir el misterio.

El bautismo de Jesús da sentido a la vocación y misión del bautizado. Inicia por tanto el envío. Después del domingo seguirán a lo largo de la semana, al hilo de los textos de Marcos, llamadas, curaciones, muestras de perdón, por parte de Jesús. Estaría bien que pensáramos a la luz de estos textos, los pasos vacilantes que emprendemos, con más o menos temor al comienzo de este año. Porque si el bautismo es misión y hemos sido bautizados, esto significa que estamos, también nosotros, bajo el clamor de esa voz que dice: “este es mi hijo”, y como tal nos reconocemos, en el nombre que con el bautismo hemos recibido. Porque el bautismo, la inmersión, el despeje del horizonte de envío y misión son paralelos al descubrimiento del nombre: fulgor misterioso que encierra ese sabernos llamados en la escucha atenta y dispuesta.

Algo bien distinto de ideologías, partidos, o colectivos del orden que sea que pretendan absorbernos y deshumanizarnos bajo pretexto de libertades que nos salven de la confusión. A nadie se le oculta ya esta deriva hacia la desesperanza y el miedo, que más o menos solapadamente, con intención declarada o con astucia mezquina va prendiendo en nuestra sociedad, a expensas de la pandemia, a nivel planetario (o global). Algo insidioso nos debilita, y no es el covid, sino la estupidez, el miedo, la negligencia, la superficialidad, esa tendencia a encapsularse frente a cualquier amenza, ese afán de hacer soportable el mal, a toda costa, es decir de banalizarlo (que no remediarlo), como ya denunciara H.Arendt al final de la segunda guerra. Una deriva que no deja de ser, sin embargo, culpable. Hace

mucho que el “yo no sabía”, ha dejado de tener credibilidad (“¿Cuando te vimos enfermo, desnudo, en la cárcel, extranjero, etc.?” Mt 25, 31-46) Porque en realidad no queremos ver ni saber, buscamos coartadas emocionales y justificaciones racionales a nuestra indiferencia, eludimos responsabilidades, sobre todo cuando sufrimos (y al parecer ahora sufrimos más que antes), lo que deseamos es anestesia para el dolor y la conciencia.

Pocos se desnudan y se meten en el río de barro que atraviesa nuestras sociedades desleídas para dejarse bautizar, interpelar, empujar, y romper. Pocos se atreven a oir la voz que les dice “tú eres mi hijo”, pocos se disponen a la andadura despojada del Reino que conduce al fulgor del nombre. La revelación del nombre, siempre mesiánica, siempre misionera, siempre arrebatadora. Pero es más fácil sucumbir al hechizo, dejarse devorar por la anomia, mil circunstancias ratificarán y disculparán ese tiempo perdido… Cuando pase esto, decíamos hace 10 meses, volveremos a abrazarnos y seremos mejores, pero como no pasa, sino que se arrastra como una muerte lenta y cronificadora de desidia, entre faks news, bulos y miedos, seguimos perdiendo el tiempo, todavía no nos dejamos llamar hijos, ni osamos escuchar la buena nueva, la verdadera noticia (evangelio) que nos revela el fulgor del nombre y la alegría del envío.

Seguir la estrella, en el extravío de la noche del mundo, llegar a la casa de Belén, al desvalimiento del niño, del extranjero, del sinhogar, adorarlo en toda su pobreza, y luego volver a salir… Epifanía, bautismo y misión: esta es la revelación que corona el ciclo de Navidad, que ayer se cerraba, para iniciar el advenimiento vigoroso, atrevido, esperanzado, de la siembra del Reino.

Sagrario Rollán. Voluntaria de Selvas Amazónicas