Al igual que hay muchas ‘pandemias’ concomitantes a ‘la Pandemia’, también hay muchos ‘miedos’ que acompañan ‘el Miedo’.

Sí, creo que desde hace tiempo (desde bastante antes del COVID-19, aunque esta situación lo hace más evidente), en la sociedad en general, y en la Iglesia española en particular, está arraigando el miedo. Un miedo que, a mi entender, nos ha hecho retroceder en libertades, en espontaneidad, en frescura y atrevimiento sano. Y en los ámbitos eclesiales creo que se vuelve a tratar al ‘mundo’ como un lugar hostil, pecaminoso y del que hay que desconfiar. Claro está, excepto cuando estamos con los ‘nuestros’, que cada vez son menos. El mensaje, por parte de muchos sectores eclesiales significativos, es que se nos persigue, se nos hostiga, se nos quiere destruir, o lo que es aún peor, se nos ignora. Hemos perdido relevancia y poder. Aunque lo único que debería preocuparnos es que hemos perdido credibilidad.

Y ese miedo que nos habita nos lleva a buscar falsas seguridades, referencia fijas, sólidas, inmutables, olvidando que la única seguridad es (o debería ser) Jesucristo. Si bien es cierto que Él es una seguridad ‘incómoda’ y ciertamente paradójica, pues nos empuja en medio de ese mundo y de la vida que algunos tanto temen.

El miedo mata el profetismo, lo dice el papa Francisco. El miedo nos recluye en pretendidos ‘espacios sagrados’ y el clericalismo toma la delantera. Y esto se ve, entre otras muchas cosas, en la vuelta a una liturgia barroca y recargada, con unos ropajes ampulosos y con gestos acartonados y antinaturales, que más que arropar el Misterio, lo aleja y oscurece, lo vuelve incomprensible, cuando no, ridículo. ¡Uno siente nostalgia del Vaticano II!

También se percibe en una forma de hacer teología que se puede convertir en un dialecto: es decir, una lengua que los teólogos disfrutan hablando entre sí pero que los de fuera no entienden. Y si la teología no es capaz de iluminar el caminar del pueblo de Dios, ¿para qué sirve?

Para mantener el profetismo, al que invita el papa Francisco a todos los cristianos, pero especialmente a los ‘consagrados’, es preciso estar en contacto con el dolor, con el mundo del dolor. Un contacto real, vivo, físico, no meramente especulativo. Es preciso estar en contacto con la realidad de la vida y de las gentes, que sólo se comprende si se miran desde la periferia. Tenemos que ser capaces de abandonar el refugio del templo, las ‘perlas y brocados’, la cómoda posición central y equidistante, de calma y tranquilidad, y dirigirnos hacia la zona de periferia, para descubrir los signos de Dios en la vida cotidiana. Y esto, porque así lo hizo Jesús en su recorrido vital y mesiánico.

Cuando la ideología, hacia la que nos conduce el Miedo y los miedos, reemplaza la profecía, nos volvemos ciegos y sordos, y nos enrocamos en lo propio, lo conocido, lo confortable. Pero ninguna ideología (tampoco las religiosas) ha sabido leer la realidad.

Todo lo que suponga separar el lenguaje de Dios y las «cosas de Dios», de la experiencia de la gente, es decir, de lo que piensan, sienten, temen, esperan y sueñan la mayoría de los hombres y mujeres que nos rodean (no sólo ‘los nuestros’), nos aleja de nuestro ser más genuino y auténtico.

Ricardo Aguadé