Hablando el otro día con un grupo de amigos nos dábamos cuenta de que probablemente nunca de manera tan intensa, y tan directa y tan continua se habían cruzado y fijado nuestras miradas en lo cotidiano.

Estamos acostumbrados a vivir en un mundo donde todo va tan rápido que la mirada quizá había perdido valor pasando casi siempre a un segundo plano.

Ciertamente todos tenemos experiencias en nuestra vida donde las miradas nos han atravesado en el buen sentido y a veces también como espadas con dolor. Vivencias en las que una mirada nos ha resumido un ‘Te quiero como a nadie’, un ‘Ni se te ocurra decir eso’,… Miradas cómplices que sustituyen la palabra cuando ésta por la emoción o las circunstancias, no procede. Pero tenemos esas experiencias reservadas a momentos muy concretos e intensos; reservadas muchas veces a experiencias profundas.

Y en conversación de cañas el otro día nos preguntábamos si no habríamos recuperado en medio de todo esto el valor profundo de la mirada en lo cotidiano, como expresión máxima al no poder tocar o al tener que ocultar nuestros labios. El mundo de la mascarilla ha colocado a nuestros ojos en otra dimensión; y ligado a ellos, cobra fuerza nuestra forma de mirar.

Y concluíamos que sí; que llevar la cara tapada lejos de ser una barrera en nuestro contacto, ha rescatado el valor de la mirada como transmisor de emociones: alegría, contrariedad, extrañeza, risa, entusiasmo, dolor, fuerza,…

Y en la manifestación de esas emociones, miremos como miraba Jesús: sin prisa, con misericordia, compasión, paz y cercanía.

Confío que algún día podamos manejarnos con la cara completa al descubierto; pero también confío y deseo que cuando llegue ese día continúe nuestra mirada con todo el valor y el sitio que hoy le hemos dado. Que la fuerza de una mirada limpia, sostenida, y amable, no se pierda cuando volvamos al deseado mundo de las caras descubiertas.

Carmen Calama. Voluntaria de Selvas Amazónicas