Después de casi cien días nos reencontramos en una ebullición de sentimientos enfrentados: ilusión y ganas; también prevención y distancia impuestas. Cada uno traemos con nosotros todo aquello que la pandemia ha despertado en y entre nosotros: miedos y esperanzas.

Desde entonces, desde aquel ‘lejano’ mes de febrero, que no nos juntamos los grupos de confirmación, el grupo de catequistas, la comunidad de jóvenes. Han quedado pendientes reuniones, convivencia, incluso, la propia confirmación que iba a ser en mayo.

En esta primera reunión ‘después de…’, los abrazos y besos habituales dieron paso, sobre todo, a un juego de miradas. Aunque habíamos mantenido lo mejor posible el contacto a través del Whatsapp o de video conferencia, nos había sabido a poco.

El primer impulso fue el abrazo impetuoso. Pero no podía, no debía ser, por ahora. Así que improvisamos. Ensayamos nuevos o no habituales lenguajes, que sustituyan el abrazo y el contacto físico.

En algún momento del reencuentro, entre las experiencias compartidas, el hablar de lo descubierto, lo sufrido, lo anhelado y lo añorado, aparece -como no- el Dios madre/padre que nos recuerda lo que tanto echábamos de menos. Alguno dice que es el Dios del achuchón.

Las intervenciones se suceden desmenuzando lo que cada uno ha vivido. Hoy, que es la fiesta del corpus, nos damos cuenta de que la corporalidad es sustancial a nuestra fe: creemos en un Dios encarnado, hecho cuerpo. El relato de los que van interviniendo apunta a cómo la experiencia vital como jóvenes cristianos pasa por “acuerparnos”, por sentirse cerca y al calor del otro. Algo que ha faltado estos meses.

El obligado ‘distanciamiento’ nos invita a apropiarnos de nuevos lenguajes y, cómo nos dice Nuria, estar sola ha tenido dos descubrimientos importantes: la parte buena y necesaria del silencio y la soledad, y el darnos cuenta de lo mucho que hemos echado de menos la cercanía del otro.

Sienta bien volver a sentirse cerca, próximos, prójimos.

Nos damos cuenta de que la comunidad, la amistad es un punto fuerte, un acontecimiento de gracia, para la plenitud de vivir, para la experiencia de Dios. Estamos vivos en la medida en que nos zambullimos en la vida, saliendo de nosotros mismos y exponiéndonos al otro. El amor no protege, sino que expone. He ahí la felicidad y, al mismo tiempo, el dolor, el anhelo y la desilusión.

Ricardo Aguadé, OP