Esta semana leía, entre sorpresa y agrado, que se va a considerar delito odiar a los pobres. Seguro que esta decisión va a traer, como nos tienen acostumbrados en los últimos días, discrepancias y opiniones en contra. Seguro que se va a argumentar que es una decisión teñida de colorao y sostenida por dos herramientas de trabajo muy concretas. Porque si ya molesta que se hagan discursos en favor de reaccionar de forma compasiva hacia los más necesitados, hacia los más vulnerables, cuánto más que se convierta en delito la aporofobia.

Seguramente ha sido una coincidencia pero esta semana también celebramos los cristianos, de forma solemne, la fiesta del Corpus Christi. Desde ayer -jueves de Corpus- pasando por el próximo domingo -solemnidad litúrgica- hasta el siguiente jueves -en algunos sitios octava de Corpus- las celebraciones nos van a recordar el imperativo evangélico de la Caridad, que deviene solidaridad comprometida. Y es que adorar a Jesucristo, vivo, presente y real en la Eucaristía, nos tendría que hacer volver la mirada hacia tantas víctimas de un modelo social y económico radicalmente injusto que sigue condenando a tantos y tantos seres humanos a arrastrar la cruz de la miseria y el desprecio.

Olvidarnos de los pobres, rechazar a los pobres, meter en el discurso del odio a los pobres significa olvido, rechazo y ¿odio? al Dios de Jesús. Ese Dios de la historia que se hace itinerario vital en todas nuestras realidades. Olvidarnos, rechazar y odiar a los más pobres significa dar la espalda a la realidad del sufrimiento, significa que no nos «late» el corazón, porque somos impasibles ante el dolor y sufrimiento ajeno.

¡Ay de nosotros si odiamos a los pobres; ay de nosotros si somos aporófobos!

Fr. Ángel Fariña, OP