Hace poco más de una semana que en la parroquia donde presto servicio hemos recuperado el culto público. Mascarillas, gel hidroalcohólico, un tercio de la capacidad del templo, distancia de seguridad, nuevos horarios… en fin, más o menos todo lo necesario para ir, poco a poco y sin ningún apuro, hacia esa «nueva normalidad».

De primeras parecía muy complicado, pero gracias a la legión de voluntarios que con paciencia y mucha cercanía explican cada cuestión las veces que sean necesarias, todo ha resultado mucho más sencillo. Hasta aquí la cuestión organizativa, pero hay algo que estos días me ha dejado inquieto, pensativo… ¿escandalizado?

Al terminar una de las eucaristías una señora se me acercó y me dijo: «Padre, gracias por devolvernos a Dios. No se imagina lo difícil que ha sido llevar todo esto lejos de Él, sin poder venir a verlo». La buena señora estaba verdaderamente emocionada y sus palabras trasmitían sinceridad.

No quise romperle el momento de emoción y le dije que me alegraba de su alegría. Me quedé un rato reflexionando sobre la expresión que me había dicho y llegué a la conclusión, de que la señora sentía que Dios había quedado confinado. Que ha estado encerrado todo este tiempo en el interior del templo.

No sé si será la única señora en todo el planeta que piensa esto pero, aunque así fuera, algo estamos haciendo mal. ¿De verdad nuestras predicaciones hablan de un Dios «encerrado»? ¿De verdad trasmitimos a un Dios que solo se puede «visitar» en los templos? ¿De verdad que trasmitimos que nuestra experiencia de fe solo hay una forma de verla y de sentirla? ¿De verdad que no somos capaces de trasmitir que estamos ante una realidad más honda? ¿De verdad que no queremos ver otro horizonte, otra comprensión? ¿De verdad que…?

Este virus que nos ha invadido se ha llevado, se está llevando y se llevará por delante todo lo que pueda. Pero de algo estoy totalmente seguro. Con lo que no podrá, porque es muchísimo más fuerte que él, es con la certeza de esas palabras que resuenan en el mejor de los templos: nuestro interior. Esas con las que terminaba el evangelio del domingo pasado. «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Jn 28,20).

Fr. Ángel Fariña, OP