A pesar del desconcierto y el dolor los tiempos que vivimos son una oportunidad que los cristianos no podemos ni debemos desaprovechar. Una oportunidad para caer en la cuenta de cuanta idolatría hay en ocasiones en nuestra fe; una oportunidad para plantearnos con sinceridad cuál es el Dios en el que creemos y cuánto tiene que ver con el ‘Abba’ de Jesús de Nazaret. Oportunidad, también, para distinguir y separar lo fundamental de nuestra fe de lo que es accesorio y que, tal vez, ha ido ocultando lo más genuino del Evangelio de Jesucristo.

A lo largo de estas semanas, meses ya, en las noticias y declaraciones aparecidas en las redes sociales y en los medios de comunicación, también en muchas homilías retransmitidas en ‘streaming’, ha quedado bien claro que cuando los creyentes hablamos de ‘Dios’, pensamos, sentimos y creemos en ‘dioses’ muy diversos.

Unos parecen creer en un Dios con la capacidad de intervenir directamente en los acontecimientos, tanto para hacer el mal como para evitarlo. Muchas veces hemos oído eso de “Por qué Dios permite que…” o “Porque no hace algo para evitar que…”. Por otra parte, cuantas oraciones virtuales en estos tiempos para que Dios ponga fin a esta terrible pandemia. Se deja traslucir un Dios que poco tiene que ver con el que en Jesús se encarna como solidaridad y amor hasta el extremo, asumiendo las consecuencias de nuestra libertad, lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.

Luego están esas concepciones de Dios que si uno se fija bien nos lo presentan como un ‘sádico’, que disfruta castigándonos cuando no nos portamos bien, un Dios que hace suyo aquello de “la letra con sangre entra” y “quien bien te quiere, te hará llorar”.

Pero el Dios de Jesús es un Dios compañero, un Dios que se encarna en lo humano y que nos ayuda a afrontar la dureza de la vida y sus muchos interrogantes para los que no hay respuestas fáciles y a la carta. No es el ‘Dios-tapa-agujeros’, el ‘Superman’ de turno que nos saca las castañas del fuego.

El Dios de Jesús nos invita a arremangarnos, a mancharnos las manos, a vivir a la intemperie y a transitar en ocasiones sobre el filo de la navaja, sin más seguridad que su promesa: “estaré con vosotros, todos los días, hasta en final de los tiempos”. Creemos en el Dios que nos invita a sermonear menos y a hacer más, a ponernos codo con codo, con otros hombres y mujeres de buena voluntad, para aliviar sufrimientos, acompañar silencios y resistir el no tener respuestas a tantas preguntas que nos desencuadernan el alma.

Ricardo Aguadé, OP