Parece que estamos llegando al comienzo del desconfinamiento. Y es que se nos propone todo un plan de desescalada, que consta de 4 fases, para llegar a esa supuesta «nueva normalidad». No voy a entrar en la ambigüedad, o no, de la expresión, como tampoco entraré en si está bien, o no, este plan de desescalada. En definitiva, que no voy a animar a aplaudir o a que se den golpes a un cacharro de cocina. Pero sí quiero comunicar algo desde la realidad.

Hay algo que es obvio: nos ha invadido un virus. Y en esta invasión todo se ha parado, lo que más, vidas. Vidas llenas de proyectos e ilusiones, vidas compartidas que han llegado a su fin sin un adiós, sin un último te quiero, sin un último abrazo, sin el calor de la ternura de los suyos.

Pero llega la fase 1, o está a punto de llegar. Y nos está dejando de manifiesto que olvidamos muy pronto. Olvidamos el esfuerzo de miles de personas por salvar vidas; olvidamos pronto tantos y tantos muertos en tan poco tiempo; olvidamos los que aún están luchando por salvar y por recuperarse. Y es que las imágenes que nos está dejando este comienzo de descofinamiento, son las imágenes de la imprudencia. Sí, no estamos siendo prudentes, no nos estamos cuidando, no estamos respetando la vida en este momento crucial. Toda esta imprudencia lo que trasmite es que importa muy poco todo lo que haya podido pasar dos meses atrás, pero que tampoco importa lo que pueda ocurrir a partir de mañana.

Se dice que la prudencia es la virtud más grande. Que es la disposición que nos permite deliberar correctamente acerca de lo que es bueno o malo para el hombre y actuar, en consecuencia, como es conveniente. Si lo conveniente en este momento es no guardar todas las precauciones que se necesitan, quizás estemos reduciendo la vida de los que han muerto y el trabajo de los sanitarios, a lo que cuesta una caña en la terraza de un bar.

Fr. Ángel Fariña, OP