No, no somos todos iguales. Ni ante la ley, ni en materia de derechos humanos, ni ante derechos fundamentales como la sanidad, la educación, la vivienda o el trabajo, por ejemplo. Aunque las leyes y la Constitución en España, y la Declaración Universal de los Derechos Humanos así lo declaran, esta pandemia ha dejado aún más en evidencia que ni todos éramos iguales ante el virus ni lo vamos a ser frente a sus consecuencias. 

No es lo mismo haber nacido en África o en algunos países de Latinoamérica que en cualquier país de Europa. El virus no ha atacado de igual manera a la población negra que a la blanca en EE.UU. Y tampoco es lo mismo vivir el confinamiento en un chalet con varias hectáreas de parcela que en una habitación para toda la familia en un piso compartido. No podemos imaginar cómo han debido pasar estos mese las mujeres traficadas y explotadas sexualmente, las que sufrían maltrato en sus propias viviendas o las personas en situación de sin hogar, sin un techo bajo el que cubrirse. 

Es muy complicado para nosotros ponernos en la piel de quienes hasta se han atrevido a tomar una patera de regreso a África, huyendo, por miedo al virus, de la tierra a la que habían llegado queriendo encontrar un futuro mejor. Nos será más difícil comprender la realidad que viven los defensores de derechos humanos o del medio ambiente que también en estos días, y ahogada la noticia por la del coronavirus, han sido asesinados intentando denunciar atropellos contra las personas y la naturaleza en varios lugares del mundo.

No, ante la COVID-19 no somos iguales. Pero tampoco lo seremos. Lo decía estos días en las redes sociales Raúl López, responsable de Estudios en Cáritas Española: “En la crisis todos navegamos el mismo mar, pero no todos estamos en el mismo barco, hay quien tiene un barco resistente, y quienes navegan en un cascarón de nuez”.

Para quienes estamos en casa, con preocupaciones como dormir bien, no engordar demasiado, teletrabajar lo suficiente pero no más de lo necesario, poder encontrar un hueco para ayudar a los pequeños de la casa a hacer las tareas que les han puesto los profesores, seguirá siendo muy complicado ponernos en la piel de quienes están viviendo el confinamiento de otra forma. Y cuando, antes o después, en la fase que nos toque o en la que decidamos saltarnos las reglas salgamos y empecemos a “hacer vida normal” nos va a costar mucho acordarnos de quienes ya no se van a recuperar. Y no solo de la enfermedad, de la disease, que de ahí viene la D, por cierto, sino, muy especialmente, de sus consecuencias económicas. 

Las ONG ya lo anunciaban antes de esto. La Fundación FOESSA ya avisó hace menos de un año, sin pensar que la cosa llegaría tan pronto, que si volvía a haber una crisis, una parte de la sociedad, la que llamaban “insegura” se iría rápidamente a pique. Estaban tan en la cuerda floja que, cualquier pequeña alteración les iba a llevar, de forma irrevocable, a la exclusió social. Y ahí están. Antes de la COVID eran más de ocho millones de personas. No sabemos cuantas serán después. La pregunta es sí, después de esto vamos a seguir preocupadas por nuestro peso, la cervecita, el ancho de las terrazas, o si el de enfrente sale o no a aplaudir. Es opción de cada quien.

Olivia Pérez