Se repite machaconamente, como un mantra, el llamamiento a no acercarnos al otro, a no tocar a los demás, sino a aislarnos, a mantener una distancia corporal adecuada, distancia de seguridad. Las manos ya no pueden estrechar otras manos, ya no pueden tocar al otro ni acariciarle. Nos quedamos con las ganas de abrazar y de besar; nos quedamos con hambre de piel. No deja de ser una paradoja para nosotros que creemos en Dios hecho carne, es decir, cuerpo.

Abrazar, besar, dos gestos que son expresión de la amistad y de la dignidad del cuerpo, en un tiempo donde o bien se le reduce a instrumento de placer o bien se le niega. Pero eso es lo saludable, lo correcto, lo mandado: es «la filosofía del puercoespín».

¿Qué nos queda? ¡Nos queda la mirada! Al no poder abrazar, ni besar, ni estrechar las manos, la mirada se convierte en saludo, en caricia, en invitación. Quizás tenemos que aprender a convertir el saludo en un encuentro, mirando a los ojos, eso que tanto nos cuesta.

Mirar a los ojos de la otra persona nos hace vulnerables, pero también nos adentra en el milagro, en el misterio. Los ojos se convierten en ventanas que nos muestran y que, también, nos alimentan. No es un mirar que invade la intimidad, ni un mirar posesivo que despoja y agrade. Es un mirar que invita y busca una respuesta. Es un mirar, también, que anhela ser mirado. Un mirar libre y creativo que, a su vez, me libera y hace sentirme acompañado.

Aprender a ver, éste es el más largo e importante de todos los aprendizajes.

Si tuvimos la suerte de haberlo aprendido, si tuvimos la suerte de que alguien nos lo hubiese enseñado (qué pena que en las escuelas y colegios esto no se enseñe; tampoco muchas veces en las familias), ningún coronavirus podrá arrebatarnos este lenguaje ocular. De manera que existe una remota esperanza, ¡quien sabe!, que esta distancia corporal incluso refuerce la intensidad de nuestro vínculo con los demás, haga nuestras vidas y relaciones más veraces y menos de ‘postureo’.

Enseñar a mirar para aprender a ver. Esto es lo que hizo el Maestro (entre otras cosas). Jesús de Nazaret nos invita a un mirar con vocación de ver: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos emigrante y te acogimos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? (Mt 25, 37-39).

¡Tanto tiempo conmigo y todavía no habéis aprendido a ver!

Ricardo Aguadé, OP