Es asunto recurrente en el debate político la discusión acerca de hasta donde debe llegar la gestión de los poderes públicos y hasta dónde la de la iniciativa privada. Las tendencias son por todos conocidas.

Por un lado están los de tic hegeliano, que ven en el Estado la plenitud del Espíritu Absoluto, claramente proclives a aumentar su intervención para garantizar que la sociedad no quede en manos de unos pocos privilegiados.

Por otro lado encontramos a los que simpatizan con el individualismo liberal, que creen que es mejor reducir al máximo la presencia del Estado para que ejerza solo como árbitro cuando sea estrictamente necesario, respetando la libertad de cada uno.

Señalaba Benedicto XVI en su primera encíclica, Deus caritas est, que el Estado no puede delegar su responsabilidad de procurar una sociedad justa y que la acción caritativa puede convertirse en injusta cuando contribuye a perpetuar una situación de desigualdad. Ya los Santos Padres decían que cuando se da limosna al pobre debe hacerse con infinita humildad porque lo que se está haciendo, en realidad, no es caridad sino justicia.

Sin embargo, el Estado no puede olvidar nunca que es precisamente eso: un servidor de la justicia. Y qué cosa sea la justicia es una pregunta ética, una pregunta que debemos responder entre todos, de forma razonada y de generación en generación.

El problema de la justicia no se resuelve, por tanto, nacionalizando o privatizando. Hay ejemplos de gestión injusta tanto por parte de los poderes públicos como de instituciones privadas. El debate es más profundo, se trata de una cuestión ética que debe implicar a todos.


Ignacio Antón