La edición digital de Le Monde Diplomatique (en español), de hoy sábado, 25 de abril, dice en su editorial:

“La humanidad está viviendo –con miedo, sufrimiento y perplejidad– una experiencia inaugural. Verificando concretamente que aquella teoría del “fin de la historia” es una falacia… Descubriendo que la historia, en realidad, es impredecible. Nos hallamos ante una situación enigmática. Sin precedentes. Nadie sabe interpretar y clarificar este extraño momento de tanta opacidad, cuando nuestras sociedades siguen temblando sobre sus bases como sacudidas por un cataclismo cósmico. Y no existen señales que nos ayuden a orientarnos… Un mundo se derrumba. Cuando todo termine la vida ya no será igual.”

“Miedo… Sufrimiento… Perplejidad… La vida ya no será igual…”.

Y, no sé muy bien porqué, me viene a la cabeza la imagen reciente de las celebraciones del triduo pascual que se han televisado desde el Vaticano. He de confesar –sé que no es eclesial-políticamente correcto decirlo– que me quedé entre perplejo, triste y cabreado. Y no puedo dejar de preguntarte cuál era el sentido de toda aquella puesta en escena, tan impresionante.

No me voy a detener en describirlo, pues quien quiera puede buscarlo en la red. Pero, si una imagen vale más que mil palabras (aunque sólo sea mas que quinientas): ¿cuál era el mensaje?, ¿qué eclesiología transmitía? y, sobre todo, ¿cómo conectar todo lo que allí pasaba con Jesús de Nazaret, el Cristo?

Sí, sí, ya oigo las airadas e incluso indignadas protestas de los teólogos y liturgistas. Pero, de verdad… ¿Dónde tenía cabida en todo aquello la gente, sus vidas, sus esperanzas, sus miedos… sufrimientos… perplejidad…?

Me imagino a esas personas que solemos etiquetar como “alejados” o “indiferentes”; me imagino a los jóvenes y adolescentes. Si por un casual hubiesen visto alguna de esas celebraciones, ¿qué les hubiese llegado como mensaje?

Claro que parto de la premisa que ello se hacía para la gente, para hacerles llegar el mensaje de amor y de esperanza de Dios en medio del dolor, desconcierto y muerte. ¿O no?

Los eclesiásticos y por (mal)formación muchos de los que llamamos ‘de los nuestros’, hablamos un lenguaje, utilizamos unos símbolos, usamos unas formas que no se entienden. De verdad, no se nos entiende. Oscurecemos la luz desbordante del la Buena Noticia.

Decía el P. Schillebeekx, casi al principio de su obra ‘Jesús. La historia de un Viviente’, que “Jesús está oculto bajo las ideas religiosas de su tiempo”. Yo me atrevo a decir que Jesús está sepultado bajo el lenguaje eclesiástico, las liturgias, las rancias sutilezas canónicas y el postureo clerical de nuestro tiempo.

Usando terminología de marketing (ahora que tan de moda están las jornadas y congresos de marketing religioso): tenemos un estupendo producto, un producto único, insuperable, el mejor, pero, nuestra forma de presentarlo es nefasta, anticuada, no comprensible. Es decir que no conectamos con los potenciales “clientes” y sus necesidades (gozos y esperanzas, tristezas y angustias).

La imagen (también el discurso y la teología que lo sustenta) es patriarcal y machista, alejada de la vida de las personas y de los problemas reales. Y, sobre todo, alejado de los ‘alejados’ o ‘indiferentes’, que son la gran mayoría. Y no hablo de hacer rebajas o descafeinar el producto, sino de fidelidad a Él y al proyecto del Reino. Tenemos una estupenda noticia que dar, la mejor: Jesús de Nazaret, el Cristo, un Dios que es Padre-Madre, que nos ama infinitamente, el Reino de justicia y fraternidad donde los pobres y desheredados son los más mimados….

Pero hace falta un nuevo lenguaje, fresco y cercano y comprensible. Y necesitamos unas nuevas formas para llegar a los hombre y mujeres de nuestro tiempo, sobre todo a las generaciones más jóvenes y a los que más esperan y necesitan la Buena Noticia: los pobres.

Ricardo Aguadé, OP