Ayer fue el Día Mundial de la Tierra, y aunque en esta situación de Pandemia Mundial, ha pasado un tanto desapercibido, no se puede dejar de recordar –aunque sea a día pasado- que llevamos 50 años desde su establecimiento.

50 años –esto es 1970-  en los que la conciencia de nuestra relación con el medio natural ha ido creciendo y haciéndonos más capaces de entender la evidencia más obvia: el vínculo que tenemos con la tierra es fundamental para la vida.

Sólo tenemos un planeta y cuidarlo es un acto de responsabilidad ya no solo con el futuro, sino evidentemente, con este presente en el que tantos y tantos sufren las consecuencias de un modo de vida basado en el consumo desaforado, en el desechar y en el cambiar constantemente de objetos por pura novedad. La tierra sufre, pero no en abstracto, sino en el bien concreto de aquellos países y comunidades que les toca sufrir las consecuencias del uso indiscriminado de recursos. La tierra sufre en las personas por el mal uso que hacemos de ella.

Hay una perspectiva profundamente creyente que la Laudato Si del Papa Francisco nos señalaba en la relación con la naturaleza y que se aleja de tanto ecologismo thumberiano antihumano y catastrofista, y es colocar precisamente a la persona en el centro de la relación con la Tierra, y en concreto a la persona que más sufre, los últimos, los descartados, y no a una extraña personificación de la naturaleza como tal. La Tierra está para el Hombre, y eso lejos de ser un derecho para que haga lo que quiera, es una inmensa responsabilidad de cuidado. Pero cada cosa en su sitio, y la Tierra es para el ser humano.

Poner al ser humano en el centro de la relación con la naturaleza es asi mismo, precisamente por su condición de imagen y semejanza a Dios, teológicamente hablando, colocar al Dios encarnado en el centro de todo lo que existe.

Vicente Niño