La soledad puede ser más terrible que la muerte. No me refiero a la soledad buscada, necesaria y fructífera, que nos abre a la escucha de nuestro yo más verdadero, del mundo al que pertenecemos y, en última estancia, al Dios que nos habita. Esta es una soledad luminosa, condición de posibilidad de nuestro ser y existir en verdad y en libertad.

Me refiero a la otra soledad. La soledad fruto del aislamiento y la distancia impuesta, de la ausencia de calor, de la sospecha y la desconfianza. Es la soledad a la que se sienten condenados abuelos separados de sus nietos, padres de sus hijos, amigos de sus amigos, en estas semanas y las que vienen.

En este tiempo, directa o indirectamente, soy testigo del inmenso sufrimiento que está provocando la soledad en muchas personas, algunas de ellas muy próximas y queridas. Este sufrimiento me hiere profundamente y me cuestiona hondamente como cristiano, como dominico y humano. Es un dolor y desesperación, a veces, ante el que no encuentro palabras de consuelo que no suenen a hueco.

El Dios en el que creo, el Dios de Jesús, es un Dios encarnado, un Dios que nos hizo para el encuentro, para el contacto, para el beso, el abrazo y la caricia. El contacto, el beso, el abrazo y la caricia están en nuestro ADN y forman parte esencial de nuestro ‘bien estar’, de nuestro ‘bien ser’.

Jesús sanaba tocando al enfermo, al impuro, al excluido. Él se dejó tocar y nunca rehuyó el contacto corporal. Todos –o al menos una gran mayoría de nosotros– tenemos la experiencia de abrazos o caricias que nos han salvado y curado, y que nos han acercado la presencia amorosa y salvífica de Dios. Y, ahora, gracias al Covid-19, el contacto vital puede resultar contacto mortal, pues nos hemos convertido en una amenaza los unos para los otros.

¿Qué será de nosotros cuando todo esto pase? ¿Seremos capaces de desterrar la sospecha de nuestras miradas, de nuestros gestos? Cuándo pase toda esta efervescencia de solidaridad virtual, a distancia, de ventana a ventana, ¿seremos capaces de acercarnos al otro desde la verdad de nuestro cuerpo, es decir, desde nuestra verdad verdadera?

Ojalá –cuando todo esto pase– no nos olvidemos que el cuerpo cristiano es vivencia e intuición de Dios, y que todo él busca constantemente la paz, la alegría, la belleza, el contacto, la bondad, la verdad y la ‘salus’ (salvación).

Ricardo Aguadé