Llevo varios días pensando sobre qué me gustaría escribir hoy aquí, me senté frente al ordenador y me propuse firmemente no hacerlo sobre el famoso “bichillo” que nos rodea.

Y aquí estoy… sin poder evitarlo.

No puedo evitarlo porque pese a saberme afortunada, animada y animando, me duele.

Me duelen los parques vacíos y los niños que son puro movimiento en sus casas. Me duelen los abrazos solo virtuales. Me duelen las distancias inmensas entre familiares demasiado cercanos. Me duelen las lágrimas de mi amiga médica (y de tantas y tantos sanitarios) tras las guardias eternas, su cansancio, su impotencia. Me duelen tantas pérdidas y el frío que envuelve los últimos adioses estos días…

Aún más me duelen las personas sin hogar, todos y cada uno de los refugiados, las personas que, como si no fuese poco convivir con una guerra, ahora tendrán que hacerlo también con un virus, los países empobrecidos carentes de recursos para enfrentar y afrontar esta situación…

Es ese tipo de dolor que está demasiado adentro y que, aunque sabes que no se va, se calma con las muestras de Esperanza, de Amor y de Fe. Como la preocupación desde el otro lado del charco por la situación de quienes estamos aquí cuando ellos también tienen bastante con lo que lidiar cada día, o los mensajes de acompañamiento de los más jóvenes del vecindario para con los más mayores y vulnerables, la ayuda desinteresada a través de redes sociales, la solidaridad generalizada, la música que sale de los balcones y retumba en los barrios, o como los aplausos a las ocho de la tarde… esos aplausos con los que salimos cada uno de nuestras cuatro paredes, dejando a un lado las diferencias para unirnos en uno solo, en señal de apoyo a todas las personas que hacen posible que sigamos siendo y estando.

Qué bonito el ser humano cuando sabe amar y lo demuestra. Ojalá no se nos olvide.

Olaya García Pedrosa. Voluntaria de Selvas Amazónicas