Confieso que siempre he sentido cierta predilección por D. Miguel de Unamuno. Filósofo de los de verdad, de esos que no sólo piensan sobre la vida, sino que aspiran a vivir como piensan. Hombre de luchas; consigo mismo y con Dios. Hombre de contradicciones; como lo somos todos en tantos momentos. La razón de mi querencia sospecho que se encuentra en su insobornable deseo de búsqueda de lo auténtico.
Afirma D. Miguel en su obra Del sentimiento trágico de la vida que tal vez lo que realmente nos diferencia de los animales no sea la razón, sino el sentimiento. Por “razón” está entendiendo aquí Unamuno la pura lógica, el frío cálculo, en claro rechazo al cientificismo. Y por “sentimiento” la sed de sentido existencial. Por eso llega a decir: “acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado”.
Puede que los cangrejos hagan matemáticas en su más íntima intimidad. ¡Qué curioso! (bueno, no tanto; Unamuno sabe lo que se escribe), esta disparatada imagen recuerda a una forma típicamente platónica de representarse a la divinidad: Dios como el gran geómetra.
¿Qué actividad más sublime y perfecta puede haber que la del ejercicio de las inmateriales y exactas matemáticas? Puras, desencarnadas, universales, abstractas… Así Dios no se mezcla ni contamina con lo material, lo limitado, lo imperfecto, lo concreto.
¡Qué concepción de la divinidad tan lejana de ese Dios que llora en un pesebre!
Está claro que en matemáticas, física y química a Dios no le gana nadie. Y si no que se lo pregunten a Job. Pero si Dios no pasa de ser un gran arquitecto o un gran relojero, no será mucho más que un gran crustáceo decápodo con un buen máster (o un doble grado).
“El teléfono puede servirnos para comunicarnos a distancia con la mujer amada. ¿Pero esta para qué nos sirve?”, insiste el genial Unamuno. Es decir: la razón científico-técnica puede ser realmente provechosa si está al servicio de lo verdaderamente valioso.
Probablemente Dios hace matemáticas (entre otras muchas cosas), pero seguro que lo hace con un amor tal que hasta una ecuación de segundo grado da sentido y salva.
Ignacio Antón