Me he subido al terrado de mi casa a tender la ropa, y el silencio que tenía en la comodidad de mi casa se ha transformado en un inmenso ruido, que hay crónico en la ciudad. Se oyen las sirenas que indican problemas, y pitidos que significan conflictos. La gente corre, grita, habla por teléfono o comparte en alto la música que quiere escuchar. Desde que vivo en agosto en la tercera ciudad de España, el contraste entre fuera y dentro de casa se ha ido haciendo cada vez más grande.

Intento abstraer el concepto de ruido, y estoy confundido. Por una parte, dicen que vivimos en un mundo con exceso de ruido, con contaminación acústica, que no deja escuchar ni escucharte. En La Llama mucha gente ha escrito de la importancia del silencio y la serenidad, del mundo interior, de la oración, de alejarse del ruido de las cosas y las personas.

Por otra parte, creo que todo cambio social se empieza haciendo ruido. Que alzar la voz es importante, que no hacer caso a las señales de alarma y mirar a otro lado es inhumano. Encerrarme en mí acaba pareciendo la excusa para encerrarme de los demás. El ruido es el comienzo de una incomodidad, y la incomodidad es el principio de un cambio. Lo creo a nivel social, y supongo que también a nivel personal. En estos tiempos donde pasar de página parece tan fácil, alarmarnos es tal vez el primer paso para darnos cuenta de que las cosas perduran y que los cambios son progresivos.

Observo la ciudad, todavía en el terrado. Cada vez anochece antes, y ni siquiera las altas horas del día bajan lo suficiente el volumen. Aún no sé si tengo claro si es bueno que las sirenas de la ciudad se escuchen mejor desde el terrado, supongo que por ahora tendré que seguir visitándolo por si acaso.

Alvaro G. Devís