Cuando veo lo que está pasando en Bolivia, Chile, Ecuador o Catalunya, no dejo de pensar en qué contradicciones me genera como cristiano el uso de la violencia por parte de movimientos sociales que entiendo legítimos o con los que directamente comulgo. Busco en la Palabra y veo un pueblo que quiere dejar de estar oprimido y veo un poder que se lo impide, y veo que Dios toma partido. No sé si eso es lo que está pasando en Catalunya, en una medida minúscula. No lo creo, pero sí siento venganza, vejación y ensañamiento ideológico. Y no veo cómo ser equidistante ante esto.

Pienso en América Latina y recorro mentalmente todas las protestas sociales que han conseguido un cambio efectivo. Pienso en Jesús también. A pesar de su escrupuloso respeto a la vida, es muy posible que ahora estuviera haciendo una barricada con fuego para evitar que furgonetas antidisturbios atropellaran a manifestantes, en su mayoría jóvenes con una conciencia política poco madura y una aspiración recién frustrada. 

Pienso en los mercaderes en el Templo y en que han pasado 2000 años. Y si nos ponemos a reflexionar, las violencias se han multiplicado, en número pero también en forma. Y siento que una sentencia, una prisión provisional, la instrumentalización de la política, la manipulación de los medios de comunicación, el mercado de la vivienda, la imposición de un cánon estético y cultural, la falta de convivencia, las tertulias de televisión y las del bar, las imposiciones o el adoctrinamiento familiar, pueden ser también violencia. Y que Jesús respondería ante ello.

Siento que Dios nos quiso hacer tan librepensadores como combativos. Y que con nuestra solidaridad no basta. Pensar con la cabeza, en el mundo en el que estamos viviendo, no es la respuesta cristiana. Con empatía y compasión, siempre en el lugar de quien es marginado injustamente, y con un profundo respeto a la Vida y a los Derechos Humanos, el corazón es muchas veces la respuesta necesaria. La corrección política, el respeto a las instituciones y a la Ley, las aspiraciones personales y el cánon, son otra cosa.

Alvaro García Devís