Hace tiempo tuve una curiosa conversación con un joven de veinte años. Me decía que su principal objetivo en la vida era acumular experiencias, cuantas más y más variadas mejor. Yo le pregunté por qué, y su respuesta fue primero una mirada de extrañeza, como si no tuviera sentido preguntarse por el sentido de ese plan de vida, para a continuación añadir: “Para qué vivir, si no”.

Esta especie de “experiencialismo”, como todos los “-ismos”, tiene un sano origen que al llevarse al extremo se acaba viciando.El sano origen es que está en nuestra naturaleza conocer, saber acerca de nuestro entorno, llegar lo más lejos posible en ese conocimiento, hasta las estrellas y la más pequeña partícula (literalmente). La cuestión es que esa inclinación natural a buscar la Verdad puede convertirse en una caza individual de meras experiencias que alimentan nuestro morbo, vanidad o vana curiosidad.

Me da la sensación de que este “experiencialismo” es una tendencia muy extendida en nuestras acomodadas sociedades. Mi conversación con aquel joven no fue algo anecdótico. Las ansias parecen llevarnos a no tener suficiente con experiencias reales y buscar también experiencias fingidas (virtuales). Pero quizás sería mejor preocuparse por la autenticidad y la profundidad de nuestras experiencias, más que por la cantidad y la variedad.

Es importante que las personas aprendamos a desarrollar cierta “competencia experiencial” que nos permita ir más allá de la propia experiencia, ir hacia la realidad que está detrás de ella. De lo contrario nos quedaremos en lo más superficial. Como cualquier otra competencia en la vida, esta requiere ser cultivada: ejercitar una actitud reflexiva y aprender a discernir cuáles son los propios caprichos y deseos que pueden dejarme encerrado en la experiencia. Para empezar, es bueno preguntarse qué me mueve a buscar un determinado tipo de experiencia, qué busco con ello.

En formato de proverbio oriental: no nos quedemos mirando el dedo que señala la Luna.

Ignacio Antón