Este verano muchos jóvenes de la Familia Dominicana (y algunos que no lo son) han aprovechado sus vacaciones para realizar un voluntariado misionero a lo largo de todo el globo, desde el Amazonas hasta Tailandia pasando por Ucrania o Malabo. Quizá este año se te haya hecho tarde pero el próximo puede que tengas la opción… aprovéchala.

¿Cómo es eso de coger un avión doce o catorce horas y llegar a un sitio completamente desconocido? Es algo que podríamos llamar ‘experiencia Dune’. Esta comparación se refiere al libro de ciencia ficción escrito en 1965 por Frank Herbert, del que ya hay dos películas, varios videojuegos, y se está rodando una serie. Quizá es un buen momento para rescatar la novela como lectura veraniega o para ver la película, disponible en alguna de las plataformas de streaming más conocidas.

¿En qué consiste la ‘experiencia Dune’? Dune es un planeta completamente desértico y hostil para la vida que, sin embargo, es el único lugar del universo donde se puede recolectar la ‘melange’, una especia imprescindible para los viajes espaciales y, por tanto, para mantener unido el imperio galáctico dirigido con mano de hierro. En este planeta apenas pueden plantar sus bases las casas nobiliarias a las que el emperador ha encargado recolectar la valiosa especia, una actividad tremendamente lucrativa por cuyo ‘contrato’ luchan con toda clase de intrigas.

Esto no es muy diferente, por ejemplo, de lo que sucede en la selva. La ‘melange’ se puede identificar fácilmente con el petróleo o el gas natural, y ese planeta desértico e inhóspito puede recordar, por ejemplo, a la selva del Amazonas, en donde cualquier paso en falso puede conllevar accidentes graves y las condiciones del terreno son tremendamente hostil… para los de fuera. Porque Dune no se llama Dune, sino Arrakis, que es como lo conocen los fremen, quienes sí están adaptados a la perfección al ambiente. Las casas nobiliarias, que nos recuerdan a las multinacionales petroleras de hoy, utilizan a estos indígenas solo para explotar el preciado recurso, dándoles apenas unas migajas de su beneficio y considerándolos como una molestia de la que no se pueden liberar.

Estos fremen (que en inglés casi se puede traducir como ‘hombres libres’), conocen a la perfección la especia y el desierto, que para ellos es algo vivo, como para los pueblos indígenas la selva también lo está. En la cosmovisión de este pueblo desértico el agua es tan preciada y escasea tanto que derramar lágrimas por la muerte de alguien es uno de los actos más generosos que existen. Los monstruosos gusanos que amenazan los campos de recolección de la ‘melange’ y que arrasan con todo lo extraño al planeta son, en realidad, su medio de transporte. Pero eso es algo que ignoran todos los foráneos, que solo quieren el planeta por su recurso.

Uno de los puntos hermosos de la historia es cuando el protagonista, Paul Atreides, que pertenece a una de esas casas nobiliarias, lo pierde todo y termina viviendo entre los fremen junto a su madre. Aprende su cosmovisión y la vive hasta el punto de que llega a hablar en primera persona, considerándose uno más de ellos. Sin hacer mucho espóiler, un voluntariado misionero se parece bastante a esa ‘experiencia Dune’ que vive el joven Paul Atreides y que le permite descubrir toda la riqueza espiritual de un planeta extraño mucho más allá, y a menudo frente a intereses meramente económicos y frente a un emperador que cree suyo un planeta en el que jamás ha puesto medio pie.

Asier Solana