Jueves, 7 de la tarde, como todos los jueves. Reunión semanal de uno de los grupos de 2º de confirmación, es decir, chicos y chicas de 1º de Bachillerato. Y junto a ellos, Miguel y yo, los dos adultos que los acompañamos desde hace 2 años (¿o son ellos los que nos acompañan?; bueno, qué más da).

En la reunión anterior, Álvaro e Hilario se ofrecieron para preparar y dinamizar la siguiente reunión. ¡Y vaya si lo hicieron!

La dinámica fue sencilla: unos papelitos con preguntas acerca de la experiencia de Dios que cada uno tenía; los papelitos se encontraban en un pequeño bote y todos fuimos sacando uno al azar. Después de unos minutos de silencio y reflexión, se nos invitó a que libremente fuéramos hablando, compartiendo, orando… sobre lo que se nos planteaba en el papel que nos había tocado.

Y durante algo más de una hora sucedió algo que no nos sorprendió a Miguel y a mí (porque nos es la primera vez que pasa), pero que cada vez que acontece, nos sorprende poderosamente. Sí, ya sé que parece una contradicción, pero no lo es, porque cada vez que ocurre (y últimamente ocurre cada vez con más frecuencia) nos impacta como si fuera la primera vez.

A medida que se acercaba la hora de terminar la reunión yo pensaba: ¡no dejéis de hablarme de Dios! ¡Y es que ellos nos estaban evangelizando a nosotros, los adultos, los catequistas! ¡Pero de verdad!, de ‘verdad verdadera’.

Cuando afirmo esto no se trata de una metáfora, ni hago uso de un juego de palabras fácil y condescendiente. De sus jóvenes vidas fluían, en diálogo amistoso y apasionado, cordial, claro, directo, palabras que hablaban de sus dudas e incipientes certezas, de sus búsquedas y encuentros divinos, de sus temores y deleites, de sus miedos y sufrimientos, de su empezar a saberse seducidos y enamorados por… ¡el Dios de Jesucristo!

Y como hay que decirlo todo, pues la búsqueda de la verdad y la valentía son señas de identidad de los jóvenes dominicos (y ellos/as lo son y como tales se sienten), también nos hablaron de una Iglesia en la que muchas veces se descubren extraños, una Iglesia que les desconcierta y les ‘cabrea’ y les cuesta entender. Y, también, de otra Iglesia posible, que les gustaría fuese más real y tangible y que reclaman con urgencia, muchas veces sin encontrar las palabras precisas para explicarse. Y hablaban, como no, de lo que duele sentirse muchas veces en minoría y diferentes (¡porque la mayoría de los jóvenes pasan de esto y no lo entienden ni comparten!).

Miguel y yo nos sentimos cada jueves, de 7 a 8 (y los martes, y los viernes y las tardes de los domingos, en cada convivencia) unos absolutos privilegiados, tocados por la mano de Dios, porque ellos nos ayudan a seguir creyendo y esperando y amando. Somos unos privilegiados porque nos hablan de Dios y a través de ellos nos habla Dios. ¡Y qué bien lo hacen!

Ricardo Aguadé, OP