Muy queridos hermanos y hermanas, religiosos y laicos, de la Orden de Predicadores,

El 6 de agosto de 2021 haremos memoria de los ochocientos años del dies natalis de santo Domingo, referido por Humberto de Romans en estos términos: «”Esto es, hermanos queridísimos -dijo-, lo que os dejo en posesión como a hijos por derecho hereditario: Tened caridad, perseverad en la humildad, poseed la pobreza voluntaria”. ¡Oh testamento de paz!…». Fray Domingo se durmió en la muerte dejando a sus frailes este testamento de paz, como herederos de lo que fue la pasión de su vida: vivir con Cristo y aprender de Él la vida apostólica. Configurarse con Cristo por su vida evangélica y apostólica.

Esa fue la santidad de Domingo: su ardiente deseo de que la Luz de Cristo brillara para todos los hombres, su compasión por un mundo sufriente llamado a nacer a su verdadera vida, su celo en servir a una Iglesia que ensanchara su tienda hasta alcanzar las dimensiones del mundo.  «Yo conocí en él a un hombre seguidor de la norma de vida de los Apóstoles, y no hay duda de que está asociado a la gloria que tienen en el cielo», declaraba el papa Gregorio IX al conceder la traslación de sus restos.

 La celebración del Jubileo de la confirmación de la Orden impulsó una dinámica de renovación del compromiso de la Orden entera en la proclamación del Evangelio. Con esta carta os invito a proseguir en esa dinámica, bebiendo en la fuente de la santidad que hizo de Domingo un predicador. Como decía magníficamente santa Catalina: «Su oficio fue el del Verbo, mi Hijo unigénito. Apareció en el mundo como un verdadero apóstol, por la fuerza de la verdad y del ímpetu con que sembraba la palabra, disipaba las tinieblas y difundía la luz».

La muerte de Domingo, o la muerte de un padre y un hermano

Tras una larga predicación en el norte de Italia, fray Domingo cayó gravemente enfermo en Bolonia. Estamos en julio de 1221 y el clima de la ciudad es tan asfixiante, húmedo y cálido que no permite que la salud de Domingo mejore. Se decide entonces transportarlo a una pequeña ermita benedictina situada por encima de las primeras estribaciones de las colinas boloñesas. Pero la muerte se acerca. Providencialmente los testimonios de fray Ventura de Verona y de fray Rodolfo de Faenza, recogidos a lo largo del proceso de canonización en Bolonia, nos permiten reconstruir los últimos momentos de la vida del Santo. A esos testimonios preciosos se añade el relato edificante del beato Jordán de Sajonia.

Sintiendo ya próximo el momento de encontrarse con el Señor que le había seducido en su adolescencia, Domingo mandó llamar a algunos frailes del convento de Bolonia y comenzó a predicar: «Como creyera morirse, llamó a este prior y a los frailes; acudieron cerca de veinte frailes con el prior y, próximos a él, comenzó a predicarles. Acostado como estaba, les dirigió un sermón muy bueno que movía a compunción; el testigo no le había oído nunca un sermón tan edificante». Según el beato Jordán, la predicación de Domingo en su lecho la dirigió no a veinte, sino a doce frailes: «Encontrándose en el lecho de la enfermedad, convocados doce frailes de entre los más notables, los exhortó a una vida fervorosa, a la promoción de la orden y a la perseverancia en la santidad». Está claro que Jordán pretende hacer una lectura cristológica y apostólica de Domingo y de sus frailes. Fray Ventura nos ofrece de esos últimos momentos de la vida de Domingo un relato construido según un esquema litúrgico: después de recibir la unción de los enfermos y de hacer confesión general, Domingo preside como sacerdote el Oficio de recomendación de su propia alma a Dios e interviene varias veces, como si le correspondiera a él animar el acto. Así, pues, Domingo muere en el transcurso de un acto litúrgico, en plena celebración de la liturgia por los agonizantes. Fray Ventura refiere también una fórmula de oración que Domingo dirige al Señor ante sus frailes, en la que encomienda a los que están allí y a la familia entera: «Fray Domingo, elevando los ojos y las manos al cielo, dijo: “Padre Santo, con gran placer he perseverado en el cumplimiento de tu voluntad, y he guardado y conservado a los que me diste; yo te los recomiendo, consérvalos y custódialos”». Es una breve paráfrasis del discurso de despedida de Jesús en el transcurso de la última Cena (Jn 17, 12). En esta oración advertimos cómo Domingo sigue siendo el hermano mayor, el padre, el fundador, el que toma a su cargo a sus propios hermanos, a ejemplo de su querido Señor. Domingo pronunció algunas otras palabras en su lecho de muerte: «No lloréis, que yo os seré más útil desde el lugar adonde voy, de lo que lo haya sido aquí». Se ha observado que las palabras «utilidad» y «eficacia» son palabras que a Domingo le gustaba repetir a menudo. La caridad eficaz tendría que ser una de las cualidades de sus hijos. Su propia utilidad habría de ser mayor después de muerto que estando vivo. Domingo muere en el convento de Bolonia según su deseo. En efecto, temiendo ser inhumado en el monasterio benedictino en el que había sido recibido, suplicó que le llevaran de nuevo con sus frailes. Al llegar a la ciudad y ser instalado en una celda del convento, cuando se le preguntó dónde habrían de colocar su sepultura, si junto a las reliquias de alguno de los santos, Domingo dio esta magnífica respuesta: «No quiera Dios que sea sepultado en otro lugar que bajo los pies de mis frailes». Descubrimos ahí, a la luz de estas «novissima verba», no solamente una afirmación de humildad, sino sobre todo el amor profundo de Domingo por su comunidad.

La humildad de un mendicante, en beneficio de la predicación

«[El testigo] vio también algunas veces a fray Domingo ir de puerta en puerta pidiendo limosna, recibiendo el pan como un pobre.» (Bolonia, VIII, 2, declaración de fray Pablo de Venecia)

 Ante la cercanía de su muerte Domingo pidió, pues, insistentemente a sus frailes que le llevaran al convento, a fin de poder ser enterrado «bajo los pies de sus frailes»9. Ése era su mayor deseo. Es sólo uno de los aspectos de la santidad de aquel que, al hacerse predicador, pedía que le llamasen «fray Domingo».

 Quiere estar con sus hermanos. En efecto, tenía la convicción de que el signo de la fraternidad ya dice, de por sí, algo de la predicación. La Orden de Predicadores es para Domingo una Orden que pretende seguir el rastro de Jesús predicador, que pasó por ciudades y pueblos proclamando la buena noticia del Reino de Dios (cf. Mt 4, 23-25; Mc 1, 39; Lc 4, 44). Se ofrece así la realidad de la fraternidad como un eco de la salvación que está en el centro mismo de la predicación de la Orden. Anunciar esa buena noticia es invitar a cada uno de los interlocutores a que descubra en lo más íntimo de sí mismo una aspiración a vivir en este mundo formando fraternidad con los demás. Es también proclamar la esperanza según la cual la figura de la fraternidad entre los hombres anticipa la realidad del Reino en el que será congregado el pueblo de Dios en los últimos tiempos. Ofrecer ese signo es así el verdadero «púlpito» de la predicación, en su doble vertiente de experiencia concreta de la vida y de esperanza del futuro con Dios. Un púlpito desde el cual se proclama de parte de Dios -no con discursos teóricos, sino a partir de la escucha de una Palabra que se pone a prueba en la experiencia concreta de una vida con y para los demás- la confianza en la capacidad de los humanos para crear, entre sí y con Dios, relaciones que «alimentan la vida». 

Pidió, pues, estar «bajo los pies de sus hermanos». Probablemente se pueda interpretar este deseo como un signo de humildad y de abajamiento. El que decía que sería más útil a sus hermanos después de su muerte quiere prestar ese servicio como eco del abajamiento de Jesús, que lavó los pies a sus discípulos como un siervo. Por ello, esa determinación de Domingo a propósito del lugar de su sepultura bien podría evocar también su deseo de ser configurado por la gracia con los mismos gestos de Jesús. Es decir, a Aquel que no preservó su vida, sino que vivió la proclamación del Reino injertándola en el don de su vida, ofrecida para que todos tuvieran vida y fueran acogidos en el gozo de la fraternidad. Quiere seguir estando en medio de sus hermanos incluso en la muerte. Tal es el signo del don de una vida «pasada» hablando de Dios con los hombres y de los hombres con Dios[8]. Ese signo manifiesta así el sentido profundo de la mendicidad itinerante que Jesús vivió, por la cual predicó dando su vida. Es también el signo del mendicante que, con su gesto implorante, solicita la hospitalidad de sus contemporáneos, al mismo tiempo que les invita a descubrir la vida nueva del Reino. «Vino a los suyos…» (Jn 1, 11).

 Pero esta petición de Domingo expresa algo más todavía, pues invita a sus frailes a alcanzar su propia santidad dentro de la realidad de su vida de predicadores. Era costumbre en la época procurar ser enterrado lo más cerca posible de las reliquias de santos y confesores de la fe. En este sentido, deseó ser enterrado lo más cerca posible del altar, con la esperanza puesta en la comunión de los santos. A través de esa petición Domingo da a entender que la fraternidad de sus frailes es, a sus ojos, un lugar de santidad con un valor equivalente al que se otorga al testimonio de los santos. Una vez más, la santidad puede considerarse como el púlpito de la predicación de los predicadores. A éstos se les invita, en cuanto hermanos, a que integren la fe en la comunión de los santos en el corazón de las realidades concretas de la vida y a que saquen de ahí la fuerza de la palabra itinerante del predicador. ¡Comunidades de predicadores, santas predicaciones!

La humanidad de un predicador, a imagen del Hijo

«Era tan grande su celo por la salvación de las almas, que hacía llegar su caridad y compasión, no sólo a los fieles, sino también a los gentiles e infieles y a los condenados en el infierno, llorando mucho por ellos» (Bolonia, I, 9, declaración de fray Ventura de Verona)

 «Dios manifestó la ternura (benignitatem) y la humanidad de nuestro Salvador en su amigo Domingo: que Él os transfigure a imagen de su Hijo». Esta fórmula de bendición solemne en la fiesta litúrgica de santo Domingo indica el corazón de la santidad de Domingo. Éste es el único, en todo el Santoral, a propósito del cual se menciona esa «ternura» (en francés). Y se menciona hablando del misterio por el cual el Hijo vino a tomar sobre sí nuestra humanidad. Ese Misterio de la Encarnación del Hijo, nuestro Salvador, es tan esencial en la predicación de fray Domingo que vino a ser como la luz interior de su propia humanidad. La vocación de Domingo a entregar su vida a la predicación del Evangelio le condujo a encontrar ahí un camino que le llevó a lo más profundo de su propia humanidad. En cierto modo, se trata también de una vocación a dejarse engendrar a sí mismo por el misterio de la verdad que proclama («mucho tiempo te busqué…», decía ya san Agustín). La proclamación del Evangelio se ofrece entonces como un camino interior hacia sí mismo, al encuentro de ese lugar en el cual Dios, por su llamada, «construye», «establece» a cada uno en su filiación propia.

De esa «humanidad» de Domingo me parece que sobresalen especialmente ciertos rasgos: la sencillez, la compasión, la frugalidad, la amistad. La lectura de los testimonios recogidos por los biógrafos que lo conocieron directamente, y de aquellos que se reunieron para el proceso de canonización, nos permite comprobar cómo destacan unánimemente el valor tanto de la profundidad como de la sencillez de la humanidad de Domingo. «Daba cabida a todos los hombres en su abismo de caridad. Como amaba a todos, de todos era amado»; «es un predicador que se conmueve ante el sufrimiento humano», «al que vemos emocionarse de gratitud y devoción cuando recibe un pan con el que alimentar a sus hermanos», al igual que lo contemplamos arrebatado en Dios cuando contempla la generosidad de Su gracia; alguien que nada aprecia tanto como hacer de la amistad con los demás el modo habitual de ofrecer la Palabra de vida. Sencilla y cercana humanidad, de la que Tomás de Aquino decía, hablando de la vida de Jesús, que «se hizo familiar…».

 La insistencia en la humanidad de Domingo no es sólo una manera de subrayar sus propias cualidades morales. Pretende también expresar de qué manera quería él ser predicador. Desplegando plenamente esa humanidad familiar con todos es como él deseaba dar testimonio de Aquel que vino a establecer su morada entre nosotros, y como quería también desaparecer para dejarle sitio en el corazón y la inteligencia de la fe de aquellas y aquellos con los que se encontraba. El beato Jean-Joseph Lataste, a quien se le preguntó qué era la Orden de Predicadores, respondía que era «la Orden de los amigos de Dios». Esa respuesta, ¿no es una manera de describir cómo desean los hermanos y las hermanas vivir entre sí y con Dios y, al mismo tiempo, de señalar el horizonte de la predicación “verbo et exemplo” que pretenden proponer en la Iglesia, permaneciendo sin cesar en tensión hacia ese horizonte último de la comunión de todos en la amistad con Dios? Es un eco de aquella palabra de Cristo, de la que todo predicador querría a su vez hacerse eco: «no sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y destinado» (Jn 15, 16). Os llamo amigos…

En el corazón de ese testimonio resuena como una llamada la hermosa palabra «hermano». Desde que Domingo y Diego comenzaron a predicar en el Lauragais, el suprior Domingo insistió en pedir que en adelante se le llamara «fray Domingo». También aquí podemos ver un signo de su sencillez y de su humildad: no son los títulos ni los puestos eclesiales los que deben calificar al predicador, sino su humanidad en la manera de ser. Se le llama «fray», como un miembro más de esa comunión en la amistad de Dios. Se le llama «fray», como un miembro más de esa gran familia de los amigos de Dios en que la Iglesia está llamada a convertirse. Vemos ahí, en cierto modo, una declaración de fe que constituye la base de una comprensión teológica de la Iglesia y que invita a una práctica teologal de la predicación. Puesto que desea ser predicador a la manera de Jesús en medio de sus discípulos, Domingo quiere comprometerse como hermano «en el compromiso de Dios». Ése será el camino de su santificación: «que os transfigure a imagen de su Hijo» (Rm 8, 29).

Predicar como Cristo y con Cristo, camino de santificación

«Fray Domingo era asiduo y solícito en la predicación. Utilizaba palabras tan conmovedoras, que muy frecuentemente se emocionaba hasta las lágrimas y hacía llorar al auditorio» (Bolonia VII, 3, declaración de fray Esteban)

 Ese camino de santificación está jalonado para Domingo por los dos misterios de la misericordia y de la verdad, que convergen en la libertad tan querida de la «espiritualidad dominicana». Desde este punto de vista la figura de María Magdalena puede considerarse establecida como «apóstol de los apóstoles», llamada por el Resucitado. Ese lugar más íntimo a nosotros que nosotros mismos es el lugar de la misericordia. Es decir, al mismo tiempo, de la verdad, del realismo y de la transparencia en el encuentro con Dios en la intimidad de cada uno, y lugar del perdón, por encima de toda medida humana, y de engendramiento en la misericordia. El don sobreabundante de la misericordia se hace entonces llamada a sumergirse en el Evangelio como en su fuente viva, a sumergirse en el Evangelio -luz reveladora del misterio de cada una de nuestras vidas humanas- como nosotros fuimos sumergidos en las aguas del bautismo. Permaneced en mi Palabra, mi palabra es verdad. O más exactamente: «Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31).

Dos textos escritos por el papa Honorio III, con ocasión de la confirmación de la Orden y de su «recomendación», imponen a los frailes de la Orden la predicación para la remisión de los pecados. Subrayan dos aspectos muy concretos de la vida elegida por Domingo. Uno es que el ministerio de la predicación (de la evangelización) puede ser dado a los frailes como medio propio de santificación. El otro es que ese ministerio se impone a los frailes para la remisión de los pecados.  Por una parte, se les impone proclamar el Evangelio según esa forma de vida «totalmente dedicada a la evangelización del nombre de nuestro Señor Jesucristo», que define la predicación como la presentación del nombre de Aquel que viene. Se trata, a la vez, de la proclamación del Nombre y del anuncio de la venida del Reino: «Por lo demás, puesto que es el éxito y no el combate el que obtiene la corona, y que solamente la perseverancia, entre todas las virtudes que concurren en el estadio, alcanza el premio propuesto (1 Cor 9, 24), rogamos a vuestra caridad y os exhortamos instantemente, mandándooslo por medio de estos escritos apostólicos e imponiéndooslo en remisión de vuestros pecados, que, confirmados cada vez más por el Señor, os apliquéis al anuncio de la Palabra de Dios (Hch 8, 4), insistiendo oportuna e importunamente, para realizar plenamente y de manera digna de elogio vuestra tarea de predicadores del Evangelio (2 Tim 4, 2-5)».

Por otra parte, se trata de hacer esto en la mendicidad, habiendo elegido el estado de abyección de la pobreza voluntaria, ciertamente personal, pero también colectiva. El Papa subraya que esa elección hará vulnerables a los predicadores, exponiéndolos a toda suerte de dificultades y peligros. Por eso, a fin de confortarlos en su propósito de salvación, les concede «la remisión de sus pecados por las indigencias y trabajos que padecieren en el ejercicio de este oficio».

 Para los frailes ese camino de santidad será de «consagración a la Palabra», de consagración a la verdad, tal como lo desarrolla santo Tomás de Aquino en el Comentario al Evangelio según san Juan. 

 La carta de Honorio III, del 18 de enero de 1221, expresa así esta «consagración»: «Aquel que fecunda continuamente a su Iglesia con nuevos hijos, queriendo que estos tiempos modernos se conformen a los primeros y se propague la fe católica, os inspiró el sentimiento de amor filial por el que, abrazando la pobreza y profesando la vida regular, consagréis todas vuestras fuerzas a la exhortación de la Palabra de Dios, evangelizando por el mundo entero el nombre de nuestro Señor Jesucristo».

 La opción de Domingo fue sumergirse en la misión del Hijo y dejar así que el Espíritu del Hijo configurara su propia vida a imagen de la suya: «[Cristo] ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos…» (Ef 4, 11-13). En estas palabras del apóstol Pablo percibimos a la vez la unidad en la fe y la unidad en el conocimiento del Hijo de Dios. Pero oímos también en ellas la llamada que se hace a los creyentes (los «santos») para que «salgan» y sigan las huellas de la misión del Hijo. Al optar por darse a la predicación, Domingo eligió un camino en el cual dejó que el Espíritu lo configurara con Dios, lo justificara, lo santificara. Pero su opción supuso, al mismo tiempo, vivir la aspiración a la santidad como una manera de entregar la vida entera. Su deseo era que la Iglesia de Cristo experimentara en sí misma el gozo de la santidad que le fue prometida precisamente en la medida en que desplegara su actividad proclamando la buena noticia de esa promesa.

La santidad de Domingo, un sueño por la Iglesia

«Convertido en pastor y jefe ínclito del pueblo de Dios, instituyó con sus méritos la nueva orden de Predicadores, la aleccionó con sus ejemplos, y no dejó de confirmarla con auténticos y evidentes milagros» (Gregorio IX, bula de canonización)

 Me parece que tener un «sueño por la Iglesia» es un elemento central de la santidad de Domingo, como lo fue también para Catalina de Siena («si muero, es de pasión por la Iglesia»). Ambos hicieron que la predicación de la Orden se enraizara en una sólida ambición por el bien de la Iglesia de Cristo («¡cuánto desearía que ese fuego estuviera ya ardiendo!», Lc 12, 49), que abarca a la vez la vida y la misión de la Iglesia.

 A raíz del concilio Vaticano II se podría decir que la ambición de la Iglesia de Cristo es ser sacramento para el mundo, en el mundo. En el contexto actual, que clama ardientemente por una renovación de la evangelización, es la ambición por pasar de una perspectiva de mantenimiento o de refuerzo de las comunidades eclesiales existentes a una perspectiva de promoción de todas esas comunidades eclesiales como verdaderos «sujetos misioneros».

 «¡Cuánto deseo que ese fuego esté ardiendo!» (Lc 12, 49). Yo creo que este deseo de Cristo animaba el de Domingo cuando se encontró enfrentado a las divisiones de todo tipo que desfiguraban a la Iglesia de su tiempo y ponían en peligro su misión evangelizadora. La fuerza de este deseo -que condujo a Jesús al pleno consentimiento en el abandono supremo hasta su crucifixión- es la fuente en la cual Domingo abrevaba sin cesar su oración y su humildad: identificar su vida con la vida única del Hijo, entregada de una vez para siempre a fin de que el mundo tuviera vida y la tuviera en abundancia (Jn 10, 10). Las representaciones tan apacibles de Domingo abrazado a la cruz de Cristo, o escrutando incansablemente la Palabra que se revela al hilo de las páginas de la Escritura, manifiestan que, lejos de cualquier actitud mórbida, esa identificación tenía por objeto conformar su propio deseo de evangelizar al de Cristo. El sueño de Domingo es una Iglesia en constante fundación, es decir, en constante evangelización. Para él, ir a los Cumanos no significaba una voluntad de extensión de la Iglesia en términos de ensanchamiento de su territorio, de refuerzo de su poder o de su influencia, o incluso de dominación sobre cualquier otra creencia. Se trata mucho más de un deseo que nace del amor por el mundo entero, que pretende ir ahondando hasta identificarse con el amor de Cristo por el mundo y que sabe, como lo sabe el Creador, hasta qué punto el mundo humano es capaz de desplegar el don de la hospitalidad para con todos en una misma comunión y para con Dios, su Creador, en una historia común como pueblo al que Dios ama.

 Por esta razón Domingo sueña con una Iglesia constantemente «en salida». Él mismo tuvo esa experiencia cuando, habiendo sido formado desde la adolescencia para ser clérigo y convertirse después en canónigo, recibió en el camino de la predicación una llamada a ser fraile, que venía del mismo interior de su ministerio clerical. Descubre así hasta qué punto ese ministerio le preparó para ponerse al servicio de una Iglesia siempre inacabada que lleva la Palabra más allá de sus fronteras. Esa salida tomó la forma de un anhelo que habitaba sus noches y su oración.  Experimentaba entonces que la proclamada comunión en un mismo y único Reino  abierto a todos exigía ir al encuentro de los pobres y los pecadores, de los herejes y los paganos. Es una Iglesia del perdón, de la reconciliación y de la comunión, de la que Domingo quiere ser servidor. Esta Iglesia «en salida» es también una Iglesia a la que la misma predicación va a constituir en su diversidad. Domingo, en efecto, en respuesta a aquellas y aquellos que se unen a él mediante intuiciones sucesivas, va a constituir progresivamente con ellos una «familia de la predicación», aquella «santa predicación» en la cual -ocupando cada uno su lugar y su papel particular según su propio estatuto y mandato eclesial y según su propia formación- todos serán solidarios en una misma evangelización. Todos estarán animados por un mismo deseo de contribuir a que la Iglesia, por su proclamación del Reino, llegue a ser cada vez más una amiga del mundo que anuncia el perdón, la reconciliación y la paz. Siguiendo a Domingo -en la mesa del posadero o en medio de sus frailes en la mesa del «milagro de los panes»-, invitarán a todos los hombres, mediante el signo de la fraternidad, a ocupar un sitio en la Mesa del Reino. Fraternidad: tal es el signo de una Iglesia de comunión.

 Esa Iglesia, por la cual Domingo desea entregar toda su vida y llama a sus hermanos y hermanas a hacerlo con él, es una Iglesia amiga y fraterna, movida por un afecto profundo entre sus miembros y hacia el pueblo de Dios más allá de sus propias fronteras. El terreno al cual es enviado el predicador debe considerarse, como decía el papa Francisco a los frailes capitulares en 2016, «terreno sagrado», lugar de santidad. Domingo proporcionaba así a la predicación tanto el horizonte de la contemplación de la gracia que obra en la historia del mundo, a menudo por encima de los límites visibles de la Iglesia, como el horizonte de la «conversión apostólica». Ésta, en efecto, se enraíza en una solidaridad por la cual el ministerio de la predicación llama a entregar la vida entera. Así lo decía el apóstol Pablo: «Como una madre que cuida con cariño de sus hijos (…). Os queríamos tanto que deseábamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas» (1 Tes 2, 7-8). Se trata entonces de que las reestructuraciones en la Iglesia tengan siempre como objetivo promover, cultivar el afecto de la comunidad por todos.

 En este sentido podemos comprender la intercesión como una práctica esencial para la consolidación de nuestras comunidades fraternas. La intercesión nos abre hacia un doble proceso de identificación: por una parte, identificación con aquellos por los cuales el Señor suplicaba; por otra parte, identificación con Aquel que suplicaba por el mundo. En esta misma perspectiva podemos percibir la dimensión contemplativa de la oración de Domingo cuando hablaba del mundo con Dios. No cesaba de contemplar el misterio de misericordia que está en el centro del dinamismo de la «creación continua». La oración litúrgica, que tanto le importaba, ofrece entonces a la comunidad de la «santa predicación» la ocasión para dejarse constituir por el entrecruzamiento de la intercesión y de la contemplación, fundado en la escucha del misterio de la salvación en la historia humana tal como lo revela la Sagrada Escritura.

Sumergirse en la obra de la gracia: en el compromiso de Dios

«Sometiendo siempre la carne al espíritu, la sensibilidad a la razón. Hecho un solo espíritu con Dios, se esforzó por abismarse en Él por la contemplación, sin descuidar la caridad para con el prójimo, que le impulsó a entregarse equilibradamente con celo a las obras de la compasión» (Gregorio IX, bula de canonización).

 Nos gusta hablar de Domingo como predicador de la gracia. Lo ha sido al desear con todo su ser vivir de la vida de Cristo predicador, de tal manera que habría podido retomar las palabras del apóstol Pablo: «No soy yo quien predica, sino Cristo quien predica en mí» (Gál 2, 20). Para ello Domingo quería «sumergirse» en la Palabra, la que reaviva el deseo del corazón porque hace oír la llamada de cada uno por su nombre. Esta inmersión se lleva a cabo en continuidad con la inmersión bautismal, como vocación a vivir del gozo y de la esperanza del Evangelio. Pero es al mismo tiempo una llamada que hace nacer en el corazón el deseo de que todos tengan vida. Se trata, pues, al mismo tiempo de una «vocación a ser uno mismo», que tiene la hondura de una experiencia de la misericordia, y de una vocación a llamar a los demás para que lleguen a ser «amigos de Dios».

Domingo vivió está inmersión en la Palabra como una inmersión en plena humanidad, dando así a su entrega la densidad de la corporeidad. Es verdad que este término designa la corporeidad de cada uno en la que se encarna la experiencia del corazón: desde este punto de vista, se manifiesta el alcance «global», «integral» de la vocación a la evangelización. Pero este término designa también la corporeidad de la Iglesia. La comunidad es el lugar de entronque con esta corporeidad de la Iglesia. Se trata de vivir la experiencia de la finitud y de lo inacabado, siendo la comunidad el lugar en que cada uno puede vivir esa experiencia. Cada uno puede experimentar su capacidad para dejar que su comunidad de pertenencia y de vida sea comunidad «en salida»: salida que lleva a la conversión; salida hacia el hombre renovado; salida como signo de comunión (el «deseo íntimo de concordia fraterna»). La pobreza mendicante es quizá una llamada a recordar la realidad de estas salidas que hay que realizar…

 Inmersión en la palabra, inmersión en la humanidad: dos caminos hacia la santidad. Un tercer camino que propone Domingo es el de la inteligencia: inteligencia como lugar de la experiencia de la estructura escatológica de la razón (la «verdad no se transforma, sino que crece», decía Lacordaire). La inteligencia es en efecto el lugar en que se puede experimentar una especie de campo indefinido de progreso en la verdad. Es también la instancia que permite a cada uno estructurar sólidamente su fe, evitando perderse en «opiniones de fe» erróneas. En el fondo, la convicción de Domingo, cuando da tanta importancia al estudio de la Palabra y de la doctrina recta, es que el esfuerzo de la inteligencia -que busca la verdad- es camino de liberación de las creencias que alienan, para abrirse a la contemplación de la verdad que libera. Pero no se trata de una inteligencia ya «establecida», sino empeñada en la búsqueda incesante de esa verdad, en la contemplación de la economía de la revelación del misterio de la salvación en la historia. Revelación en la historia que desvela hasta qué punto, para el predicador, la historia es el lugar primero de la contemplación de la gracia, un «terreno sagrado» al que los predicadores son enviados para escuchar la Palabra… Este tercer camino es, pues, donde se instala una santidad que confía en la inteligencia porque, bajo la luz de la gracia, confía en los hombres. Confía en los hombres dentro de su historia, porque se trata de conseguir que nazca en la historia una fe más sencilla, pero ¡mucho más radiante!

Santo Domingo, un santo para hoy

 En su carta del 11 de febrero de 1218, Honorio III recomendaba así la Orden a los prelados de la Iglesia: «Rogamos, por tanto, a vuestra devoción y os exhortamos reiteradamente, mandándooslo por medio de este escrito apostólico, que tengáis como recomendados, por consideración hacia nosotros y hacia la Sede Apostólica, a los frailes de la Orden de Predicadores, cuyo ministerio creemos que es útil y cuya vida religiosa creemos que es grata a Dios». En estos tiempos en que la Iglesia es llamada a renovar sin cesar su celo por la evangelización y, en consecuencia, a vivir el gozo de estar «en estado permanente de misión», ¿el testimonio de santidad de Domingo no es acaso una llamada para hoy? Más allá de la memoria del 6 de agosto de 1221, las celebraciones del año 2021 pueden ser para la Orden un tiempo favorable para compartir con la Iglesia el tesoro recibido de Domingo: entregarse a la aventura de la evangelización que abre a todo creyente un camino donde vivir el gozo de «conformarse» con Jesús predicador.

 Domingo recibió la gracia de la santidad siendo predicador, y ése fue asimismo el camino que él abrió a sus hijas y a sus hijos. Así es como la santidad de Domingo se prolonga en la de sus hijos e hijas, en los contextos y lugares adonde la predicación ha llevado a frailes y hermanas a proclamar la Palabra y a actuar por el bien de la humanidad. Al igual que Domingo, también ellos han estado atentos a los signos de los tiempos y se han mostrado deseosos de servir a la comunión en la humanidad y en la Iglesia. Conjugando vida intensa de oración para que el mundo tenga vida, entrega generosa a la fraternidad y búsqueda exigente de la verdad, han sido apóstoles como santo Domingo o san Vicente Ferrer, doctores como santo Tomás de Aquino y santa Catalina de Siena, mártires como san Pedro de Verona.

 En estos últimos años, otras figuras han sido reconocidas como testigos de esta santidad mediante la predicación, como fray Jean-Joseph Lataste, apóstol de las prisiones, Pier Giorgio Frassati, «el hombre de las bienaventuranzas», figura tan importante para los jóvenes de hoy, fray Giuseppe Girotti, mártir del nazismo, la beata Marie Poussepin, infatigable apóstol misionera de la caridad, la beata Marie-Alphonsine Ghattas y la audacia de su fundación en Oriente Medio… Muy recientemente, fray Pierre Claverie, obispo de Orán, ha sido reconocido como mártir con sus dieciocho compañeros de Argelia. Todos estos santos y beatos ilustran conjuntamente el modelo de santidad, progresivamente promovido en la Orden desde la canonización de santo Domingo en 1234, que se resume en esta tríada: predicador, doctor y mártir. A la Orden le gustaría proponer próximamente a la Iglesia el testimonio de santidad de fray Marie-Joseph Lagrange, de Giorgio La Pira, laico que dedicó su vida a servir a su país, Bartolomé de Las Casas, Girolamo Savonarola… Y, con ellos, tantos hombres y mujeres, religiosos y laicos, que hallaron en santo Domingo la inspiración que les movió a entregar su vida por el Evangelio, a encontrar su vida proclamando y testimoniando la buena noticia del Reino. ¡Santo Domingo, una santidad para hoy!

 Con un espíritu de profunda acción de gracias por este camino de santidad abierto por santo Domingo, celebraremos el aniversario de su muerte a lo largo del año que abarcará del 6 de enero de 2021 al 6 de enero de 2022.

 Acción de gracias por el camino que abrió ante nosotros y que recorremos con el deseo de que ser predicador sea nuestro camino de santificación. Acción de gracias por el testimonio de tantas hermanas y hermanos cuya santidad es acogida por la Iglesia como un don precioso para todos los fieles. Acción de gracias por la intercesión ante Dios que Domingo prometió a sus frailes que le lloraban y que constituye la fuerza de la santa predicación hoy. Y damos gracias con la conciencia viva, una vez más, de que celebrar esta memoria es al mismo tiempo una súplica: que por intercesión de María, la Madre de los Predicadores, y de santo Domingo los hermanos y las hermanas de la Orden, laicos y religiosos, apostólicos y monásticos, confirmen la «santa predicación» con su servicio a la humanidad y a la Iglesia.

En Santa Sabina, el 6 de agosto de 2018,

Vuestro hermano en santo Domingo,

Fr. Bruno Cadoré, OP