Casi todos los días hago un transbordo para bajar de la línea circular de metro de Madrid y coger una línea de RENFE que me lleve hasta la universidad. Son, arriba-abajo, tres minutos llenos de automatismos casi subconscientes. Me coloco en la puerta más cercana a la salida, cojo la escalera mecánica por el lado izquierdo, sorteo gente andando, giro a la derecha, luego giro a la izquierda hacia un pasillo.
Normalmente, cuando avanzo por el corredor, siento algo que me saca del ensimismamiento y de ser una parte amorfa de la masa. Es un hombre alto y de pelo cano, espigado que parece luchar contra la despersonalización de la gran ciudad con un arma casi infalible: un violín.
Casi todas las mañanas es la ‘Primavera’ de Vivaldi o el ‘Canon’ de Pachelbel, tocadas con un ritmo alegre y vivo. A veces pienso que el violinista del metro se ríe de nosotros: él ahí, de pie y sin moverse; nosotros con la prisa de que no se nos escape ese tren y tratando de arañar cinco minutos a un trayecto de una hora. Parece como si pusiera banda sonora y algún cineasta macabro estuviera documentando para la posteridad nuestro comportamiento de rebaño y quisiera hacerlo bello, aun entre bufidos, pisotones, tropezones, carreras, saltos, requiebros y tornos pitan miles de veces a la hora.
Y al verlo me pregunto si no serán inútiles tantas prisas cuando al final, pasando y pasando, siempre está él ahí sin necesidad de moverse.

Asier Solana