Esta semana hablaba con una compañera de clase que ha llegado dos semanas tarde. Es cubana y el mismo día en que iba a volar cancelaron su vuelo a causa del huracán Irma; durante días tuvo que vivir en un hotel mientras esta furia de viento asolaba parte de Cuba. Por suerte, en este país la cifra de muertos por huracanes suele ser muy baja; otra cosa ya es cómo quedan los que se quedan. Que dos años después del anterior de estos, aún quedaban familias y familias sin casa. Y resulta que este año el agua del Caribe está aún más caliente, lo que significa huracanes más fuertes. “A ver cuándo nos creemos el calentamiento global”, se quejaba.
Pienso también en México, donde en dos semana han vivido dos terremotos. El segundo, menos fuerte pero igualmente destructivo e incluso peor porque las estructuras ya estaban debilitadas.
Nadie elige haber nacido en medio de un mar que embravece las aguas y los vientos hasta la muerte, como tampoco hay pueblo que voluntariamente se sitúe sobre una región (el ‘Cinturón de fuego’ del Pacífico) en la que se dan el 90% de los sismos del mundo.
A veces siento rabia contra la naturaleza, pero se me pasa cuando me doy cuenta de que no va de eso, que también hay terremotos en Japón y no hay muertos. Que al final, el pobre paga la peor parte porque no tiene recursos para protegerse de la desgracia ni para rehacerse tras ella. Y entonces siento rabia por cómo tenemos montado el mundo.

Asier Solana