Tenemos que empezar a mojarnos con un lenguaje directo, político a la vez que evangélico, sobre los problemas del presente, sin liturgias evasivas, sin pantallas protectoras, sin escapismos espiritualistas. Ya no vale ir de ‘sabelotodo’, con aire clerical y con respuestas en conserva que poco o nada tienen que ver con el mundo y con la vida de la gente (respuestas para preguntas que nadie nos ha hecho, que a nadie interesan).
El papa Francisco habla de una Iglesia en salida y Domingo de Guzmán soñó unos predicadores en salida. Los dos se dejaron seducir por un tal Jesús de Nazaret, el Cristo. Supongo que ahí se inspiró la ‘locura’ de Domingo que le llevó a dispersar aquel puñado de frailes, de dos en dos.
¡Envíanos locos, Señor!, clamaba el P. Lebret. Sí, necesitamos locos al estilo de Domingo, enamorados del evangelio, apasionados por el reino de Dios y el Dios del reino. Ya no sirven púlpitos y templos como lugares sagrados que excluyen y delimitan. Jesús es la presencia de Dios en la vida, en toda la vida, estés donde estés, hagas lo que hagas.
Hoy más que nunca (tanto como siempre) necesitamos testigos de la luz que nos llega desde Jesucristo. Creyentes que despierten el deseo de Jesús y que hagan creíble su mensaje. Seguidores que lo rescaten del olvido o del secuestro para hacerlo visible y creíble entre nosotros.
Los jóvenes no necesitan que nadie les diga qué tienen que hacer o qué no. Tampoco se imponen las creencias. Los jóvenes de hoy anhelan encontrarse con buscadores, con compañeros de camino que les activen, que les provoquen, que les ayuden a convertirse, que les planteen retos difíciles, desafíos que merezcan la pena y la alegría. Necesitan el ejemplo del compromiso, no sermones ni dogmas, ni tampoco liturgias escapistas y trasnochadas, músicas celestiales. Precisan testivos humildes que no se atribuyan ninguna función que centre la atención en su persona, robándole el protagonismo a Jesús. Cristianos sostenidos y animados por Él, que dejen entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Cristo, vivo en medio de nosotros.
Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Él. En realidad, el testigo no tiene la palabra. Es solo ‘una voz’ que anima, un dedo que indica.
Ricardo Aguadé