Allá por el cambio de milenio, Eduardo Galeano publicaba su ‘(El) Derecho al delirio’, donde decía que era aquella una fecha propicia para preguntarse “cómo será el tiempo que será”. Y seguía diciendo: “aunque no podemos adivinar el tiempo que será, sí que tenemos, al menos, el derecho a imaginar el que queremos que sea. […] Y continua un poquito más adelante, a propósito de los derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas, diciendo: “¿Qué tal si empezamos a ejercer el jamás proclamado derecho de soñar? ¿Qué tal si deliramos, por un ratito? Vamos a clavar los ojos más allá de la infamia, para adivinar otro mundo posible…”.
Pues eso, preguntémonos cómo será el tiempo que será, deliremos un ratito, clavando nuestras miradas más allá de la pandemia, para adivinar otro mundo y otra Iglesia posibles, el tiempo que queremos que sea. Además, que mejor momento para ello que este tiempo de Adviento, tiempo de espera esperanzada (activa, lúcida y reivindicativa).
Las lecturas del evangelio nos lo repiten constantemente: «vigilad», «estad alerta», «vivid despiertos», es decir, salgamos de nuestra modorra y pasotismo, de nuestra indiferencia autocomplaciente y de nuestro derrotismo. A pesar de todo lo que nos aflige y a pesar de todo lo que nos amenaza, éste es un tiempo de esperanza, un tiempo propicio para despertar, para imaginar y soñar, pera ser creativos, un tiempo para re- enamorarnos de Él y de la vida.
El Papa Francisco lleva tiempo hablándonos de «una Iglesia en salida», una Iglesia que sale del palacio y va a los hogares de la gente sencilla. Una Iglesia que busca ser hospital de campaña, de gente sencilla, abierta a todos, que dialoga con todos. Una Iglesia con especial atención y cariño hacia los pobres.
Celebrar este adviento 2020 significa reivindicar el derecho a soñar con una Iglesia así, aunque para muchos sea un ‘delirio’ o más aun, un pecado.
Este adviento nos invita a intensificar nuestra relación con Jesucristo, a despertar de la parálisis personal e institucional que nos atenaza, de la inercia, del peso del pasado, de la falta de creatividad, del miedo al ‘mundo’, de la liturgia pomposa y ajena a la vida y a las vidas.
Es muy fácil y cómodo vivir dormidos, con los ojos cerrados. Basta con hacer lo que hacen muchos: imitar, amoldarnos, obedecer, ajustarnos a lo que se lleva, repetirnos-copiarnos una y otra vez. Basta para sobrevivir poner como valor máximo la búsqueda de seguridad, de seguridades; basta defender nuestro pequeño ‘bien-estar’ a costa del arriesgado y siempre conflictivo ‘bien-ser’; basta con mantener ‘comunidades-estufa’ que cultivan una religión confortable, dormida, ‘en conserva’.
Aprovechemos este tiempo de gracia para caminar más despacio, para hacer más caso a las llamadas silenciosas y menos a las rimbombantes, para estar más atentos a los impulsos del corazón, que a los del bolsillo. Soñemos (¡despiertos!) que este tiempo es mucho más que una amenaza: es una oportunidad. Una oportunidad para volver y valorar lo sencillo y pequeño, para retomar lo esencial y lo auténtico; una oportunidad, también, para buscar más allá de los ritos y las creencias, ahondando en nuestra verdad ante Dios y abrirnos sin reservas a su misterio insondable.
Decía recientemente el cardenal Reinhard Marx, que fue hasta hace no mucho presidente del episcopado alemán y forma parte del G8 que asesora a Francisco, en una homilía en la catedral de Munich, que “habrá un antes y un después de la pandemia, también en la Iglesia”. Entre otras cosas, porque ya “nada volverá a ser igual” y, porque, además, a su juicio, la pandemia “ha acelerado y fortalecido los debates en el seno de la Iglesia”. Toda una gracia y un signo de los tiempos para el cardenal alemán, que está convencido de que la Iglesia debería utilizar las dificultades y las restricciones a las que obliga la pandemia para realizar una “ruptura creativa”.
Pues eso: por el derecho a delirar, a soñar con una “ruptura creativa”.
Ricardo Aguadé