El libro del Génesis contiene dos bellos relatos de la Creación (cosa, por cierto, en lo que muy poca gente cae en la cuenta). Son dos relatos diferentes pero complementarios y muy distanciados en el tiempo y en el contexto. El relato más primitivo (el segundo por aparición) nos presenta una imagen de Dios mucho más plástica y antromórfica, digamos que menos desarrollada conceptualmente, pero conmovedoramente descriptiva. Dios aparece como un jardinero que crea primero al ser humano y que se afana, después, en darle todo lo necesario para que tenga una vida plena y feliz, cosa que, finalmente, solo será posible creando otro igual que él (huesos de sus huesos y carne de su carne).
Hubo en la Antigua Grecia alguien que también pensó que la felicidad debía hallarse en el interior de un jardín: Epicuro. En contra de lo que muchas veces se le ha imputado (a veces por pensadores cristianos), Epicuro no es un burdo hedonista que proponga que la felicidad está en el mero deleite de los sentidos. No. Epicuro propone una vida retirada en la que poder buscar la ausencia del dolor, tanto del cuerpo como del alma. Con ese fin construyó su escuela a las afueras de Atenas, en la paz de la campiña, formada por una casa con un agradable jardín.
Podríamos encontrar algunos parecidos entre el mitológico jardín del Edén bíblico y el que Epicuro construyó en Atenas. Pero hay notables diferencias entre estas dos maneras de entender la felicidad. En los tiempos que nos tocan vivir creo que hay una que, muy especialmente, los cristianos no deberíamos pasar por alto: la felicidad que busca Epicuro está sostenida por los muros que aislan su jardín del resto del mundo, mientras que la felicidad de la que disfruta el ser humano en el Edén se acaba al desconfiar de Dios (eso es el pecado). Es esa desconfianza la que alza los muros que nos separan de Él y de nuestros semejantes.
Ignacio Antón