En esta semana estamos recordando los 5 años de la salida de la Encíclica del Papa Francisco Laudato Sí, Encíclica de contenido social que daba una vuelta completa a la comprensión de lo ecológico desde categorías creyentes.
El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza el pensamiento eclesial sobre los bienes creados: Dios que trasciende la creación al tiempo que está presente en ella, crea todo por sabiduría y amor de modo ordenado y bueno, Él mantiene y conduce la creación con su divina Providencia y encarga al ser humano que colabore con Él, administrando la creación. El ser humano debe respetar la bondad propia de las criaturas y no hacer uso desordenado de ellas. La destrucción sistemática de la naturaleza es un pecado social.
La tierra está seriamente amenazada, si seguimos obrando como hasta ahora, podríamos destruir la herencia que recibimos y comprometer el futuro de las nuevas generaciones. El modelo de desarrollo que hemos adoptado desde la segunda guerra mundial se basa en una economía que destruye la naturaleza que se ve frágil e indefensa ante los intereses económicos y tecnológicos. Las intervenciones sobre los recursos naturales no pueden arrasar irracionalmente las fuentes de vida, en perjuicio de la misma humanidad.
La relación estrecha entre el cuidado del ambiente y la responsabilidad respecto los demás es un punto clave. Y así resulta incoherente el empeño por salvar la creación material, cuando se descuida el cuidado de los demás seres humanos. Por ejemplo, son actitudes y opciones incompatibles con la defensa de la naturaleza la incapacidad de algunos para reconocer el valor de un pobre, de un embrión humano, de un discapacitado, la justificación del aborto o la experimentación con embriones humanos vivos.
La tarea del hombre de trabajar y cuidar de lo creado es la de un «administrador responsable». Con ello se quiere decir que el dominio del hombre sobre la naturaleza no es un dominio absoluto. El mundo es patrimonio de la humanidad–; su uso debe redundar en beneficio de todos. El cuidado del ambiente es un acto de reconocimiento del creador, «a la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y “por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria”». También el hombre trabajando y custodiando lo creado da gloria a Dios. El hombre recibe el poder de dominar el mundo para perfeccionarlo y transformarlo «en una hermosa morada donde se respete todo». A través del hombre, se hace visible y efectiva la providencia de Dios, Su amor y cuidado sobre el mundo.
Para lograr una «administración responsable» se requiere el esfuerzo por conocer la verdad de la entera creación, su valor y su significado; se requiere reconocer los límites de su obrar. El primer límite de la acción humana sobre el mundo es el mismo hombre, pues «no debe hacer uso de la naturaleza contra su propio bien, el bien de sus prójimos y el bien de las futuras generaciones (…). El segundo límite son los seres creados. Al hombre no se le permite hacer lo que quiera y como quiera con las criaturas que le rodean. Al contrario, las criaturas están “confiadas” a nuestro “cuidado” y no simplemente a nuestra disposición. Por esta razón, el uso de los bienes creados implica obligaciones morales».
El Papa Francisco propone «distintos aspectos de una ecología integral, que incorpore claramente las dimensiones humanas y sociales». «El análisis de los problemas ambientales es inseparable del análisis de los contextos humanos, familiares, laborales, urbanos, y de la relación de cada persona consigo misma, que genera un determinado modo de relacionarse con los demás y con el ambiente». Por este motivo la ecología integral incluye también aspectos que influyen en la vida social, como la economía, la política, la cultura.
La transformación del ambiente pasa a través de la «conversión “ecológica”, que implica dejar brotar todas las consecuencias del encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que nos rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa y de la experiencia cristiana». Y eso incluye en primer lugar la protección de nuestros hermanos más frágiles. Compartir nuestra fe con los demás hombres, crear una cultura conforme al Evangelio de la creación «es un bien para la humanidad y para el mundo».
El cambio ecológico puede nacer de un cambio en el hombre, capaz de «recuperar los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios. Para ello, se precisa de una educación ambiental que debería disponernos a dar ese salto hacia el Misterio, desde donde una ética ecológica adquiere su sentido más hondo.
La conversión ecológica implica «gratitud y gratuidad, es decir, un reconocimiento del mundo como un don recibido del amor del Padre, que provoca actitudes gratuitas de renuncia y gestos generosos. También implica la conciencia de no estar desconectados de las demás criaturas, de formar con los demás seres del universo una comunión universal. Para el creyente, el mundo no se contempla desde afuera sino desde adentro, reconociendo los lazos con los que el Padre nos ha unido a todos los seres».
La espiritualidad cristiana propone un modo alternativo de entender la calidad de vida, y alienta un estilo de vida profético y contemplativo, marcado por la sobriedad y la humildad. Vivir desde la sobriedad y la humildad nos abre a la «capacidad de convivencia y de comunión», a la capacidad de vivir el amor fraterno, de prescindir de lo nuestro de modo gratuito a favor de los otros. Vivir estas actitudes de sobriedad y de humildad nos ayuda a ser conscientes «que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos». De la misma manera, el valorar los «simples gestos cotidianos» que hacen la vida más llevadera también nos pone en el camino de la conversión ecológica. «El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo mejor». Sólo así experimentaremos que «vale la pena pasar por este mundo».
Vicente Niño Orti, OP