Todos tenemos la intuición de que no es lo mismo decir de alguien que “es muy inteligente”, o incluso que “sabe muchas cosas”, a decir de él o de ella que es una persona “sabia”. ¿De quién decimos que es sabio? No de aquel que acumula conocimientos. Este es más bien un erudito. Una persona sabia es aquella que conduce bien su vida, conforme a un buen fin.
Dice Santo Tomás de Aquino que la sabiduría es una virtud de naturaleza intelectual, pero que está unida inseparablemente al amor porque en ella tiene su causa. Santo Tomás nos enseña, de este modo, que, si bien no se puede amar lo que no se conoce, sólo se llega a conocer en plenitud aquello que se ama. Aquello que incorporo de alguna manera a mi propia vida.
No hay sabiduría, por tanto, sin una relación de connaturalidad (de compenetración) con lo que se conoce, sin una relación que supera lo meramente intelectual. Por ejemplo. Yo podría ser un erudito en todo lo relacionado con la generosidad y dominar en qué consiste esta conducta en lo social, lo filosófico, lo psicológico, etc. Podría incluso, en ese caso, enseñar a los demás con profundidad, precisión y detalle en qué consiste ser generoso. Pero si no experimento lo que supone hacer algo por los demás sin esperar nada a cambio, jamás conoceré verdaderamente, jamás “sabré” (es decir, saborearé) plenamente, qué es la generosidad. Por cierto, esto mismo dice Santo Tomás en relación al conocimiento que podemos tener de Dios: no es lo mismo aprender sobre Él que reconocerle como el centro de nuestras vidas.
La sabiduría, por tanto, no es algo puramente teórico o intelectual, sino que es una manera de conocer que transforma la propia vida. El estudio, en la espiritualidad de los dominicos, no es adquirir conocimientos, sino esforzarse por incorporar a la propia vida todo lo bueno que nos rodea. Hay que ponerse a ello.
Ignacio Antón