Escribo el día antes de las elecciones. El resultado parece incierto y que no contribuirá precisamente a despejar el panorama político. Pero precisamente hoy revindico que la espera ha de convertirse en esperanza. Y no hablo de una esperanza grandilocuente, sino de una esperanza doméstica, como de andar por casa; hablo de una esperanza urgente y necesaria como el pan de cada día o el aire que respiramos. Quiero decir, no sé si me explico, una esperanza al alcance de todos, pero especialmente al alcance de los abatidos, desilusionados, desheredados, empobrecidos y desesperanzados.
Revindico el derecho a soñar y a creer firmemente que se harán realidad los sueños. Tener un trabajo digno, una vivienda digna, una sanidad digna, una educación digna, una pensión digna… Y por añadidura unas vacaciones dignas, y la posibilidad de ir al cine y al teatro y a la opera; poder comprar un libro y poder tomarte algo con los amigos. Hablo de esa esperanza necesaria y urgente, sobre todo para los 8,5 millones de personas que hay en España en exclusión social (el 18,4% de la población) según el ‘VIII Informe FOESA’, presentado por Cáritas en el mes de junio.
Y hablo de esperanza por y desde la fe en el Evangelio de Jesucristo y desde sus inevitables y necesarias consecuencias políticas (política = proceso de tomar decisiones que se aplican y conciernen a la vida y convivencia de todos los ciudadanos). Porque en el Evangelio de Jesucristo fundamento mi esperanza y mi convicción de que otro mundo es posible (¡y necesario!), que es posible otra forma de convivir más fraterna, más solidaria, más auténtica, más pacífica, más verdadera.
Lo contrario es caer un espiritualismo desencarnado y alienante. “Como muy bien sabéis, los que gobiernan las naciones las someten a su dominio, y los poderosos las rigen despóticamente. Pero entre vosotros no debe ser así. Antes bien, si alguno quiera ser grande, que se ponga al servicio de los demás; y si alguno quiere ser el primero, que se haga servidor de todos” (Mt 20, 25-28). No puede ni deber ser así dentro de la comunidad eclesial, pero tampoco puede ni deber ser así en la comunidad social y política que todos formamos.
No sé lo que habrá acontecido el día 10 de noviembre cuando hoy lees esto, pero por una vez me gustaría que no hayan perdido esos hombre y mujeres, niños y ancianos a los que hace referencia el informe de Cáritas.
Ricardo Aguadé