Hace unos días me pasó algo curioso y un poco desagradable. En la Parroquia en la que presto mi servicio había un grupo de niños preparando cosas para el día de su Primera Comunión. Me acerqué a ellos y uno me dijo: «Tú eres profe en el colegio en el que estudio yo». Lo cual es cierto. Seguí hablando un ratito con el chaval y me dio por hacerle una pregunta. Le dije: «Oye, ¿tú eres feliz?». El niño me respondió con un gran «¡¡sí!!». Luego, ingenuo de mí, seguí preguntando: «¿Por qué?». Aquí no hubo respuesta y al niño se le aguaron los ojos. Confieso que yo lo pasé peor que él y también he de confesar que no se me dan nada bien los niños. Lo ocurrido con el chaval se lo comenté a un antiguo profesor del colegio que no dudó ni un momento en decirme: «Cuidado con hacerlos pensar».
¿Una vida en la que no se hagan preguntas merece la pena ser vivida? Soy de los que cree que no se debería suprimir ninguna pregunta, aun sabiendo que el mucho cuestionar puede ser algo fatigante -¿sería esto lo que le pasó al niño?-. Yo solo quería aprender de él, saber cómo se ve la existencia desde su realidad. Si no los hacemos pensar el aprendizaje quedaría mutilado y su sabiduría, que es mucha, jamás saldrá a la luz. Porque los niños tienen mucho que enseñarnos y mucho que aportar, porque en ellos reside de un modo peculiar la verdad. Y es que si no hacemos pensar, el niño que reside en nuestro interior dejará de preguntarse el porqué de la existencia y por el fin de la vida misma.
Fr. Ángel Fariña, OP