Somos testigos de una gran noticia: Dios le ha dado la razón al crucificado, el amor ha vencido a la muerte, el perdedor ha sido glorificado. Él está vivo, más vivo que nunca. Nuestro Dios, ese Dios que es madre y padre, es el Dios de la vida, la vida eterna para todos. Sólo cuando el grano de trigo cae en la tierra y muere, es cuando da vida en abundancia.
Por eso la resurrección es la fiesta de los abandonados y perdidos, de los desesperados y de los enfermos. Es la fiesta de los pequeños y de los que sufren agobiados por el peso una vida que, con demasiada frecuencia y para demasiadas personas, es cruel e injusta.
Ser testigo no es transmitir algo aprendido, un conocimiento teórico, una mera creencia. Dice E. Schillebeecks, OP, que «en la fe cristiana todo empieza con un encuentro». Solo es testigo el que se ha encontrado con el Resucitado. Y este encuentro, esta experiencia, lo cambia todo y radicalmente. Todo empieza a cobrar sentido: la propia existencia, el comprometerse en la construcción del Reino y, también, las heridas, los rechazos, la incomprensión que podamos sufrir, las derrotas. Porque todas esas heridas un día cicatrizarán y serán sanadas por Dios.
Estar cerca de los indefensos y desvalidos, ser voz de los que son privados de su voz, es seguir los pasos de Jesús, encaminándonos hacia el Dios plenitud, promesa de vida eterna. La resurrección es un itinerario personal y único, no exento de contratiempos y dificultades, que nos lleva del centro a la periferia, a las periferias de la existencia. Es el encuentro con el Resucitado el que nos da coraje para correr riesgos, para afrontar las dificultades, y nos enseña a superar nuestros miedos, para así llegar a decir como Jesús: «Nadie me quita la vida, sino que soy yo quien la doy».
Esta es la resurrección que deseo para mí y para todos.
Ricardo Aguadé