Con esta invocación cierra el poeta y pensador hindú Rabindranath Tagore (1861-1941) el discurso de despedida a los niños de su escuela, en agosto de en 1941, poco antes de morir. El hombre que les habla es ya un escritor consagrado y cosmopolita, que ha recibido el premio Nobel de literatura en 1913.
En la alocución que les dirige hace una preciosa reflexión que os traigo hoy, con motivo de la cercanía de las vacaciones escolares, además llega la primavera y pronto celebraremos la Semana Santa. Tres acontecimientos de ciclos que se repiten cada año, pero que en los últimos tiempos, por causa de la pandemia parecen estar mermados. No poder festejarlos con la libertad de movimientos acostumbrada, con viajes, excursiones y procesiones, parece que nos hace perder de vista el sentido real de las cosas, la intrascendencia de algunas rutinas, lo prescindible de tantas acciones en las que comprometemos nuestras energías superficiales, o volcamos nuestra frustración profunda.
Empieza Tagore señalando que en el jardín de Dios nada tiene fin, y todo lo verdadero permanece… Compara el ir y venir de las estaciones con las realidades cambiantes de la existencia humana, en busca de raíces y permanencia. Señala la fugacidad y vulnerabilidad de la existencia, mostrando cómo empleamos con frecuencia nuestras fuerzas en conquistar cosas no durables, pues el estigma de la muerte está inscrito en todas nuestras empresas. La ansiedad, las prisas, querer tenerlo todo y ya, el miedo a perder lo que tan locamente hemos perseguido, hace que el hombre al dar su vida a cambio de objetos sin sentido, la derrocha, si hacemos de esas cosas nuestra meta, entonces la vida será una vida de muerte. De sombra en sombra nos va guiando el poeta por una reflexión profunda en busca de esa luz que finalmente toca las honduras de todo lo que existe, más allá de las sombras pasajeras.
Compara Tagore nuestra fragilidad con la del niño, y a ellos, mientras se despide, les dice que todos somos como niños que lloramos a oscuras por la la Madre Eterna, ignorando su presencia cercana, olvidando que nos encontramos en su seno fecundo. La madre naturaleza, la madre tierra, la casa común, nos recuerdan el parentesco y cercanía con las realidades eternas, reflejado finalmente en la pertenencia de cada uno de nosotros a una familia (él sabía de que hablaba, pues fue el menor de 14 hermanos). El canto a la familia es de una belleza luminosa y consoladora en estos tiempos en que, aún deseando los abrazos de los allegados, hemos de reconocer el abandono en el con frecuencia hemos dejado a los mayores, a los enfermos, a los que ya no nos sirven. Además, en el ámbito social y político la familia tradicional es cuestionada porque el mundo venía tomando otra deriva: de identidades cruzadas, géneros a la carta, y servidumbres fantasiosas y egoístas disfrazadas de libertades. Pero al final, la pandemia nos ha colocado a unos y otros ante los abismos de una soledad no asumida, ni ante la vida ni ante la muerte. La familia de sangre es para el escritor un pretexto para referirse luego a la gran familia humana, es decir, al arraigo universal en el Amor.
Conmueve la ternura del discurso, la lucidez de un hombre próximo a morir, la actualidad de planteamientos tan universales, la llamada de atención a los niños para que comprendan la importancia de alimentar su espíritu con alimentos que los nutran verdaderamente, para así poder establecer entre todos relaciones también creativas, como imitación y expansión de la fuerza de la naturaleza esencial que reside en el fondo de nuestro ser, y en la confianza del amor de Dios que nos sustenta, a pesar de las oscuridades, las enfermedades o incluso la muerte. En lo que somos verdad, somos inmortales; y cuando estamos de parte de la verdad, estamos de parte de la inmortalidad.
Su manera de enfocar la muerte, que solo es para el poeta una culminación, es decir, un dejar paso a otros, que vienen después de nosotros, tiene un sabor pre-pascual.
Toda esta propuesta se resume, como decimos, en la invocación final: Es cierto que, como la luz del día de Dios, todas nuestras energías pueden estar ocultas bajo el sudario de la oscuridad de la noche, por algún tiempo; pero la luz vuelve a vivir de nuevo. Así son las relaciones verdaderas y así permanecerán hasta el fin de nuestras vidas, sin perderse jamás. Irán creciendo y entrarán entonces en un proceso de creación y en la realización permanente en lo que ha de venir y está siempre viniendo. Y yo le ofrezco a Dios mi oración para que Él nos lleve de lo vano a la verdad del amor: ¡llévanos de lo irreal a lo real, de la oscuridad a la luz, de la muerte a lo permanente!
Sagrario Rollán, Voluntaria de Selvas Amazónicas