Creo que hay un peligro que acecha a las ¿nuevas? generaciones de la llamada ‘vida consagrada’ y que algunos han llamado «miopía relacional». La miopía es llamada también «visión corta», porque nos permite enfocar bien lo que está cerca de nosotros, pero uno tiene dificultad para enfocar los objetos lejanos. Es decir, nos inclinamos a ver sólo lo que tiene que ver con nosotros, pero hace muy difícil, cuando no imposible, percibir algo de lo que no es «lo nuestro» o «los nuestros». Pedimos a los demás una atención que nosotros no tenemos hacia «los otros». Esta miopía puede instalarse como un modo de vivir la vida consagrada.
La inclinación a estar en lo propio y a relacionarnos de modo centrípeto con todo lo que a uno lo rodea, es propia del narcisismo egoísta. Salir de la cueva del “yo-mi-me-conmigo-para mí” religioso, he aquí todo un reto. Darnos cuenta de que hay mundo y vida más allá de nuestros feligreses, nuestras comunidades, nuestros cultos y liturgias, nuestras ideologías, he aquí otro reto.
La vida consagrada, cuando se repliega sobre sí misma, se vuelve fácilmente neurótica y no significativa.
Creo que una buena pregunta que debemos hacernos es esta: ¿dónde solemos poner nosotros los ojos la mayor parte del tiempo? ¿Cuál suele ser el contenido habitual de nuestras preocupaciones? ¿Lo que estamos viviendo nosotros o lo que les pasa a los demás?
¿Hacia donde solía mirar Jesús? Jesús elabora sus opciones desde las necesidades del ‘otro’ y desde los deseos del Padre.
Es significativo que en más de un lugar del Evangelio Jesús quiera poner en evidencia la facilidad con que omitimos «ver» al otro. Es curioso como, por ejemplo, en la parábola del juicio final del capítulo 25 de Mateo, los que son condenados se excusan diciendo que no vieron.
La «vida consagrada» puede ser un cálido y confortable refugio ante las inclemencias de la vida real, de la gente real, del mundo real. ‘Comunidades estufa’ donde resguardarnos de la intemperie, para no ver.
Me pregunto si la «vida consagrada», hoy y aquí, afecta a la vida de la gente (¡no los nuestros de siempre!; que, además, son pocos, cada vez menos), es decir, si ayuda a la gente a vivir y a descubrir al Dios de Jesucristo.
Creo que uno de los desafíos de estos tiempos, no sólo para la vida consagrada sino para la misma Iglesia, si quiere ser levadura, es la de tener en el mundo una presencia profética. Para hablar del Reino debemos ser capaces de utilizar el lenguaje de todo el mundo, que entiende todo el mundo; y abordar los temas que nos preocupan a todos como humanos que somos. No podemos separar el lenguaje de Dios y «sus cosas» de la experiencia y preocupaciones de la gente, lo que piensan, sienten, esperan y sueñan los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Si nos refugiamos en nuestros conventos, templos y cantos gregorianos; si nos ocultamos detrás de nuestro hábito y nos impermeabilizamos con nuestra capa, habremos convertido el proyecto de Santo Domingo en algo estéril e incomprensible.
Ricardo Aguadé