La semana pasada murió Florina Gogos. Mejor: la semana pasada asesinaron a Florina Gogos.
Lo oí bien temprano en la radio, un domingo. «Han encontrado muerta la mujer desaparecida el ocho de enero después de subirse al coche de un cliente». Enseguida recordé. Una compañera me había hablado de la desaparición de la chica. La conocíamos de nuestras visitas a las mujeres que son prostituidas en varios polígonos industriales que rodean a la ciudad de València (soy voluntaria en Jere-Jere, un programa de Cáritas que realiza estas visitas desde hace 25 años).
Como Florina, otras muchas mueren cada año —no es para nada un caso aislado— en parecidas circunstancias y de la mayoría ni nos enteramos porque son invisibles, no interesan, como dice el papa Francisco, “son el descarte” de la humanidad.
Mi protesta en los grupos de WhatsApp de mis conocidos y amigos y en alguna red social provocó una ola de solidaridad aunque no sé si por la horrible vida a la que se ven sometidas tantas Florinas en el mundo o por empatía conmigo. Espero que fuera por lo primero, es decir, ojalá cada vez más seamos sensibles a estas realidades que ocurren a nuestro alrededor y de las que no nos enteraríamos si alguien que está cerca no nos las cuenta.
Florina tenía cara de niña, aunque, dicen, había cumplido ya los 19. Quería cambiarse la dentadura, que tenía muy deteriorada y las compañeras la animaban a que lo hiciera. Era de Rumanía, ahí mismo, un país de la Unión Europea y, probablemente, como muchas de sus iguales llegó engañada a uno de los países donde ¡los hombres más consumen estos servicios en el mundo!, España (saber más).
El caso de Florina no es el único. Cada año mueren muchas mujeres que malviven en contexto de trata y prostitución.
Mientras haya hombres, muchos hombres, —hombres cercanos, de nuestros entornos, de mi entorno— que piensen que todo se puede comprar, también a las personas y sus cuerpos, seguirán muriendo mujeres, casi niñas, como Florina.
Olivia Pérez Reyes