Muchos de los jóvenes universitarios que conozco responden a la pregunta sobre qué personaje admiran con ejemplos de personas (famosas o no) que “se han hecho a sí mismas”. Personas que a base de esfuerzo, trabajo, renuncias y dedicación han logrado éxito en la vida. Son virtudes admirables, aunque -hay que confesar- difíciles de imitar y de encontrar en nuestras acomodadas sociedades en las que, en realidad, el ideal que se promueve es el de obtener lo que se desea de la forma más rápida y cómoda posible: “La felicidad a tan sólo 30 minutos” reza la publicidad de una de esas empresa de reparto a domicilio.
Miente quien diga que los jóvenes de ahora son más individualistas que los de antes. Individualistas somos todos desde aquel fatal error gastronómico perpetrado por Adán y Eva. La cuestión es que hay determinadas formas de ver la vida y de organizar la convivencia que potencian esta querencia de intentar llegar a ser dioses por nuestros propios y exclusivos medios, sin contar con los demás. Querencia que nos acaba envileciendo, como ya advertía el bueno de Aristóteles: sólo los dioses y las bestias no necesitan de las relaciones personales.
Una de esas formas de vida es la que encierra, en algunos de sus aspectos fundamentales, el liberalismo (sin negar por ello valor a muchas de sus aportaciones). Me refiero al mito del individualismo posesivo que tan bien analiza Adela Cortina en su obra Por una ética del consumo, mito según el cual “cada persona es dueña de sus facultades y del producto de sus facultades, sin deber por ello nada a la sociedad”. Mito que narra de manera inigualable (y con gran ingenuidad) la película de Will Smith En busca de la felicidad. En ella, su protagonista muestra cómo no le debe nada a nadie (salvo a un profesor de la infancia, a quien el guión sólo dedica esa accidental mención). Más aún, no sólo es alguien que se ha creado a sí mismo de la nada (ex nihilo), sino que para hacerlo ha tenido que luchar contra todos los demás. Las personas que le rodean, lejos de ser una ayuda para su desarrollo, resultan ser un auténtico estorbo.
¡Qué rápido se nos olvida lo mucho que le debemos a los demás! ¡Qué rápido olvidamos que no nos iguala sólo la muerte, sino también el nacimiento! ¿O es que alguien desde el momento de su nacimiento ha sido capaz de hacer algo por sí mismo? Nadie mejor que San Pablo lo expresa: “¿Qué tenemos que no hayamos recibido?” (1 Cor 4, 7). Todo lo que llegamos a ser se lo debemos no sólo al propio esfuerzo, sino también a los demás. Por eso, sólo el que aprende a ser agradecido, aprende a ser verdaderamente generoso.
Ignacio Antón