Después de solventados algunos asuntos a nivel estatal, parece ser que, ahora, una vez más, le toca el turno a la presencia de la religioso en el ámbito educativo. Como se sabe de qué va el tema, pues no voy a entrar a especificar más la cuestión. Pero sí diré -y aquí es donde me pueden llover piedras- que me da la impresión de que lo que menos importa es la educación de nuestros jóvenes.
Cada vez se potencia más, en nuestros días, una educación en valores. Dicha propuesta de educación en valores no es del todo incorrecta, en tanto que es acertado conocer los valores que nos van formando. Sin embargo una educación en valores resultará incompleta ya que le faltaría la garantía de la motivación y de la capacidad. Dicho de otra forma: la educación en valores es totalmente inerte si no se complementa con una educación en virtudes.
La virtud como fuerza que actúa, o que puede actuar, confiere al ser su valor o, dicho de otra forma, su propia excelencia. Así pues, una buena educación en virtudes es apostar por una sociedad cada vez más humana, con todo lo que esto implica: belleza, bienestar, tolerancia, respeto, concordia… bondad. En definitiva, educar en virtudes imprime carácter en la forma de ser y proceder humanos, en tanto que educa la capacidad de actuar bien. Porque la medida de la virtud no depende del grado de dificultad sino del grado de bondad. Por ello, educar en virtudes no consiste en una educación que enseñe qué es la virtud; se trata de una forma de educar cuyo fin es saber ser buenos.
¿Hay algo más evangélico que esto? ¿No nos remite al «ser perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»? (cf. Mt 5,48).
Fr. Ángel Fariña, OP