Son tiempos difíciles para pensar o imaginar una Iglesia diferente; también lo son para pensar o imaginar un mundo diferente.
Vivimos bajo el imperio de lo sensato, de lo posible, del realismo raquítico, de lo políticamente correcto, de lo útil, de la resignación y la modorra que campan por sus fueros. ¡La indiferencia al poder! Y todo ello en un caldo de cultivo formado por el pesimismo o el cansancio o la sensación de derrota o el “qué bonito hubiese sido, pero fue eterno mientras duró”.
Campa por sus fueros (sociales, políticos y eclesiales) una invitación a replegarse, a atrincherarse en el bunker ideológico, a volver a las supuestas señas de identidad de siempre, a resguardarse de la intemperie.
Hoy (¡más que nunca o tanto como siempre!) es necesaria la utopía evangélica. Hoy, más que nunca, no podemos dejar de soñar. ¡Si tuviéramos fe como un grano de mostaza! Pongamos los pies en esta tierra y el corazón en el Evangelio de Jesucristo. ¡Es urgente aprender a vivir de nuevo a la intemperie!
Situémonos junto a los pequeños, los utópicos, los que creen o sienten que no sólo de bienestar vive el ser humano.
Lo tibio, lo mediocre, lo complaciente, lo cobarde, ni seduce ni enamora. Y esto de Jesucristo va de seducción y de enamoramiento.
No hay neutralidad posible desde el Evangelio. Quien invoque la neutralidad del Evangelio afianza la sumisión a los poderes instituidos y se hace cómplice con las injusticias de este mundo. El Evangelio nos invita a no callar y a romper silencios, a combatir. Evangelizar implica una transformación de las estructuras y de los corazones; “corazones pensantes e inteligencias sintientes”, nos diría Mafalda.
Jesucristo fue un gran transgresor, un disidente; su práctica creyente le llevó a desclasarse, le condujo del centro a la periferia, del templo (como espacio exclusivo y excluyente) al latir de la vida de las gentes. No hay nada más subversivo y disidente que un Dios amoroso y compasivo, que nos invita a la fraternidad, que derriba muros y fronteras, razas y privilegios. ¡Ay!, si tuviera fe como un grano de mostaza practicaría el arte de sanar heridas y quitar culpas, y me atrevería a ser de nuevo ingenuo (al estilo de Jesucristo, es decir, con lucidez).
Ricardo Aguadé