Dos semanas en el Centro “La Blanca Paloma” de la Zubia (Granada)
Dos semanas de voluntariado pueden parecer poco tiempo. Uno llega, ve todo lo que hay que hacer, y puede sentir que es poco lo que aportará. Pero dos semanas intentando ayudar y acompañar a los usuarios del Centro de La Zubia son más de lo que parecen. No porque el voluntariado se hiciera pesado. Es más, cada día el tiempo pasaba más rápido. Sino porque cada día era una oportunidad para aprender, dejarse sorprender y, sobre todo, un tiempo de preguntas.
Muchas preguntas se han ido arremolinando desde que crucé una puerta verde. Una puerta que se cerraba cada mañana y que se abría con llave. Una llave que sólo tienen los educadores y responsables del centro. Incluso nosotros, siendo voluntarios, necesitábamos de los educadores para algo tan sencillo como entrar y salir. En nuestro día a día necesitamos de mucha gente. Aunque somos autónomos, somos seres sociales en relación con mucha gente. Pocas veces uno puede pararse a preguntarse sobre esto: ¿hasta qué punto necesito del otro? ¿Cuántas cosas de mí día a día las puedo realizar con normalidad gracias a otra persona?
El contacto con varios usuarios de las primeras aulas también me llenaba de interrogantes. Tenían el verano programado con muchas actividades lúdicas que requieren ejercicio físico, coordinación, trabajo exhaustivo… Algunos de ellos además tenían trabajos que requieren preparación. Esto me llevó a preguntarme por todos los descartados de nuestra sociedad. Por todos aquellos a los que vamos poniendo barreras imaginarias, creyendo que no tienen un lugar que ocupar en la misma. Los usuarios de Centros como el de La Zubia, las personas mayores, los inmigrantes, etc. Gente que es descartada a priori por prejuicios o presupuestos fijados por otras personas. ¿A cuántas personas descartamos a diario sin darnos cuenta? ¿A cuántas somos incapaces de darles aunque sea una oportunidad?
Aunque sin duda donde más preguntas me hice fueron en las últimas aulas del Centro. Aquí era más difícil mantener una conversación. Algunos usuarios repetían las mismas preguntas cada hora. A veces incluso en unos solos minutos. Otros llamaban a todo el mundo por su nombre. Preguntabas la edad y, misteriosamente, gente que había nacido antes que yo tenía menos años. Y algunos sólo emitían ciertos sonidos porque eran incapaces de articular palabras. Sin embargo, no por ello era imposible comunicarse con ellos. Había que ir a lo fundamental, a lo esencial que de verdad importa. Y aquí las preguntas brotaban como el agua de una fuente. Si perdiera mi capacidad de hablar, ¿cómo me comunicaría? ¿Qué diría, si sólo pudiera articular unas pocas palabras?
Pero hay algo común que encontré en todos ellos. Algo que comparten todos los usuarios de La Zubia y sus educadores. Una cosa que no iba buscando pero me salió al paso: su sonrisa. Después de un pequeño cabreo y algún grito de “no puedo”, una de las usuarias me devolvía siempre una alegre sonrisa. O la de otra cuando le poníamos un babero para comer. La sonrisa de los usuarios cuando se abría la puerta por la mañana y llegamos el grupo de 7 voluntarios venidos desde Siena. Una sonrisa que se hizo contagiosa el día de la Eucaristía que celebramos en el Centro con ellos. El signo de que la felicidad está más allá de las adversidades. A la vez que las cosas importantes son las más sencillas. Una sonrisa. Un te quiero. Un abrazo, que cuando brota del corazón, te sirve para hablar con aquellos que no usan palabras pero que hablan de verdad.