Era una misa, era el párroco de San Lorenzo, que es la Iglesia donde tenemos al santo en Pamplona (‘el santo’, así, con determinante, sólo puede ser uno en Pamplona, el del capotico). Aquel párroco estaba de retirada y diría que un poco desmotivado: “Sanfermines son Sodoma y Gomorra”. “La gente ya no cree ni en el bicarbonato”, afirmaba. Total, que este hombre parecía un profeta, ya que si uno mira los medios de comunicación, Sanfermines son sólo toros y violaciones.
Estos días he tenido la ocasión, seis años después, de volver a unas fiestas que echaba de menos. No echaba de menos ninguno de los excesos que se cometen en estos días, algunos de los cuales han circulado por los grupos de WhatsApp de medio país. Después de todo, han sido para mí unas fiestas de reencuentros con seres queridos a quienes no veía en años (una de las ventajas de Sanfermines es que llegan muchas visitas).
Pero no hay que querer tapar el Sol con un dedo. En las mejores fiestas del mundo hay problemas, hay más drogas de las que debería, el jolgorio a veces se convierte en descontrol, y tanta afluencia hace más fácil que ‘los malos’ se escondas y disimulen con cobardía entre el gentío. Por eso son tan necesarias campañas como la de este año, “Pamplona libre de agresiones sexistas”, para que los que formamos esa multitud no sirvamos de cobertura a quienes en vez de fiesta quieren otra cosa.
Si las fiestas en HONOR A SAN FERMÍN tuviesen un marcado sentido religioso (si no existíese la religión, esas fiestas tampoco existirían) los actos lúdicos serían otra cosa. Pero como él sentido religioso nos lo pasamos por él arco del triunfo así nos va. El pueblo judío adoró al becerro de oro. La mayoría de los que van a los sanfermines adoran los encierros, el alcohol y demás sustancias poco recomendables y los cuerpos ajenos. Es lo que tiene perder las raíces