“Para ser feliz necesitas sentir dolor”. Es una de las premisas que defendía un buen amigo durante una conversación de sobremesa no hace muchos días. La tertulia no terminó con una conclusión verdadera que cerrara y unificara todos los puntos de vista, lógicamente, pero sí nos (me) ayudó a bucear por las experiencias de dolor y felicidad que cada uno habíamos tenido en nuestras vidas. Es curioso ver, en perspectiva, la evolución de uno mismo a través del dolor.
El dolor forma parte de nuestra vida, de nuestro entorno y del extrarradio, de nuestro barrio y del mundo entero. Le otorgamos dolor a las pérdidas, a los cambios a peor, a las rupturas, a la lejanía, a los fracasos, al miedo… Y conforme superamos todos esos dolores convertidos, vamos avanzando en el camino.
Y de eso parece que va el asunto. Debemos ser eficientes a nivel vital y buscar la mejor manera de avanzar (no olvidemos la importancia del camino, por favor). Y así aprendemos a recibir el dolor, a tantearlo, a valorarlo y a transformarlo.
Ahora bien, el dolor no me gusta y no lo pienso buscar como vía para mi felicidad. Y no creo que nadie deba buscarlo. El dolor es muy doloroso y es por esto que debemos estar atentos a él y, si podemos, evitarlo. El dolor de los demás también, en muchas ocasiones, podemos evitarlo, aunque deberemos desprendernos de mochilas llenas de egos y conductas nihilistas (que no hay pocas).
Desde luego es un tema que da para largo. Tanto, que de él salen palabras que se atreven a retar al dolor. La empatía fue una de ellas en aquella conversación, pues con esta entendemos y sentimos el dolor ajeno y también, cómo no, nos alumbra el camino hacia una vida más feliz. Pero sin duda la palabra estrella que salió de toda esta tertulia y con la que creo podemos dar solución al dolor, es la Alegría. Y no es una antítesis.
Aprendamos del dolor y aprendamos también a transformarlo. Podemos empezar por María de Magdala. Creo que es buen ejemplo para aprender a transformar el dolor en alegría.
Álex García