¿Cómo entender el mundo de hoy si no se leen novelas, se ven películas o series, se va al teatro, se juega a videojuegos o se leen comics? Pudiera pensarse que fuesen un mero entretenimiento o un pasatiempo, una huida de lo que hay o una fuga de las penurias cotidianas, pero la ficción ha tenido siempre, en el mundo de la cultura, a lo largo de la historia de la humanidad, la capacidad de profundizar en la realidad del mundo, de mostrar aquello que a simple vista no se logra captar, de lo que no se ve en el simple caminar por el tiempo diario. La ficción proyecta lo que late detrás de lo cotidiano, los miedos, los sueños, las decepciones, las manipulaciones, las ideas que no somos capaces de verbalizar, las emociones que nos sostienen o que nos preocupan, lo que tantas veces nos influye y condiciona sin saberlo siquiera.
Así pensaba el otro día con la obra de Valle Inclán “Luces de bohemia” con ese juego de espejos deformantes que muestra lo que a simple vista no se ve, y como en una extraña hilazón, sentía que lo mismo sucede con algunas de esas series actuales –veía algún capítulo de Black Mirror en los mismos días- de zombis, futuros fracasados, mundo destrozados por los abusos de la naturaleza, las corporaciones económicas, los populismos políticos o la tecnología sin sentido humano.
Y es que las distopías –lo contrario a utopía- que dominan la ficción de tantas creaciones hoy en día, en el fondo nos hablan de un rasgo central de nuestra sociedad: el miedo al futuro, la pérdida de confianza en el mañana, en el progreso, y en la misma capacidad de la humanidad para construir sociedades mejores, el problema de las relaciones con los otros y con uno mismo. Es fruto de la crisis vital, social e institucional que nos atrapa, fruto de la quiebra del paradigma del progreso que ha dominado el mundo los doscientos últimos años y sobre todo fruto de la pérdida de confianza en el ser humano. Se nos ha ido colando la idea del otro como amenaza, el futuro como amenaza, la desconfianza con el otro, y la desconfianza en las mismas capacidades del ser humano para mejorarse y mejorar el mundo en el que vivimos.
Y me parece que algo de esa pérdida de confianza tiene que ver con la pérdida de Dios. Si Dios es ante todo una experiencia de amor y de confianza, capaz de articular una antropología que une las dimensiones trascendente, relacional y personal de los humanos, parece lógico que al perder la confianza básica del ser humano que lo sitúa en este mundo con un por qué y un para qué, todo lo demás se tambalea, y nace el miedo, la desconfianza, la crisis, el fatalismo, la pérdida de sentido y la pérdida de humanidad, ver todo y a todos como una amenaza.
Quizás por eso se hace más necesario que nunca volver a Dios, volver a la experiencia fundante de sentido, de confianza, de fe, de esperanza, de amor, volver a contar que hay un por qué y un para qué, volver a transmitirle al ser humano que no es un mero azar, que tiene valor, que puede hacer algo bueno y hermoso, que el mañana está en su mano si no se traiciona a sí mismo, que la confianza es lo que le hace realmente humano, volver a hablar de lo hermoso de la vida y de las capacidades de la condición humana. Para no convertir nuestro mundo en una horrenda distopía real.